lunes, 10 de agosto de 2009

Los Juglares de Gesta


LOS JUGLARES DE GESTA: DESMONTANDO ALGUNOS TÓPICOS


PEDRO MARTÍN BAÑOS
IES Carolina Coronado. Almendralejo

La figura del juglar es, con mucho, una de las más atractivas e interesantes de toda la Edad Media. Y también una de las más fácilmente identificables. Uno se topa con el retrato del juglar en el colegio o el instituto, en las clases de Literatura, y ese retrato permanece inalterado en la imaginación a lo largo de los años. La experiencia docente así lo confirma: los mismos alumnos incapaces de retener los nombres de don Juan Manuel o Garcilaso de la Vega no suelen olvidar, en cambio, la estampa de ese artista nómada que recorría los pueblos, las plazas y los mercados divirtiendo a las gentes con una mezcla de espectáculo circense, teatro callejero, relatos y coplas. No deja de ser sorprendente la facilidad con la que entienden qué era un juglar quienes, por su juventud, no han conocido ya directamente los últimos vestigios del oficio (si acaso habrán visto alguna vez a los gitanos de la cabra), y desde luego tampoco saben de él indirectamente, a través de canciones como El titiritero de Joan Manuel Serrat o de películas como El viaje a ninguna parte de Fernando Fernán Gómez.

De igual manera que el pícaro, otro arquetipo memorable, el juglar suscita en nuestro espíritu, a partes iguales, compasión y envidia, dos sentimientos enfrentados que quizá expliquen la excepcional cercanía del personaje. Compadecemos en el juglar al mendigo que vive (malvive) al día, comiendo el pan, bebiendo el vino y vendiendo las ropas usadas que recibe de su público; pero al mismo tiempo envidiamos su libertad itinerante, su independencia, su desarraigo voluntario y «romántico».

La propia condición pintoresca y estrafalaria de los juglares hace que sea difícil olvidarse de ellos. Sabemos que vestían máscaras y ropas carnavalescas. El catálogo de sus habilidades era extenso y extravagante: por supuesto que tocaban instrumentos, bailaban y cantaban o recitaban poemas, pero también hacían juegos de manos, malabares, contorsiones y equilibrios sobre bancos (saltimbanqui) o cuerdas, imitaban el canto de los pájaros o los asnos, exhibían perros, monos u osos amaestrados, lanzaban cuchillos, coreografiaban aparatosas peleas, se fingían locos, adivinaban el futuro... Los nombres antiguos con que se aludía a la tribu de los juglares resultan hoy extraordinariamente sonoros y evocadores: zaharrones, albardanes, pasafríos, ocharrones, cazurros, bufones, caballeros salvajes, remedadores, trasechadores, truhanes, goliardos... No son menos ilustrativos algunos de los motes y apodos de juglares reales del ámbito románico, de los que tenemos noticia por diversas fuentes: Cercamón («vagamundo»), Alegret, Saborejo, Pedro Agudo, Ancho, María Sotil, Malanotte («mala noche»), Maldicorpo («dolor de barriga»)... Para completar esta apresurada descripción, en fin, los moralistas de la época nos recuerdan que los juglares se movían a sus anchas en los ambientes sórdidos y desaconsejables de las tabernas, las casas de juego y los burdeles. Cuando en 1284, por ejemplo, Sancho IV de Castilla quiere gratificar a un juglar a quien tiene en estima y que desea sentar la cabeza, le procura nada menos que el arrendamiento de la tahurería o casa de juego de Badajoz. La cabra tira al monte... Tampoco es casual que los calificativos de soldadera (de «soldada» o «jornal»), danzadera o cantadera, con que se conocía a las juglaresas, fuesen igualmente sinónimos de «prostituta».

Todo esto constituye, como decimos, una imagen histórico-literaria fácilmente recordable. Ahora bien, es obvio que los juglares no eran todos iguales. El hecho de poseer un amplio y variado repertorio de talentos podía ser una ventaja en determinadas circunstancias y determinados ambientes, pero la idea de un artista-todoterreno no se ajusta demasiado bien a la verdad. La denominación de juglar, realmente, no era otra cosa que un abigarrado cajón de sastre en el que cabían todos aquellos individuos que, de acuerdo con la organización social de la Edad Media, ni guerreaban, ni rezaban, ni trabajaban con sus manos. La función de los juglares era, sencillamente, entretener a las gentes, en toda la extensión del término «entretener» —etimológicamente, juglar procede de iocularis, derivado de iocus, «juego» o «diversión»—, pero la mejor manera de sobrevivir en el oficio era sin duda la especialización, la diferenciación.

Dado que la figura del juglar aparece indisolublemente unida a la épica medieval (en las clases de Literatura, al menos, se empieza a hablar del Mester de juglaría justamente en relación con los cantares de gesta, y en concreto con el Poema de Mio Cid ), haremos a continuación algunas precisiones en torno a los juglares de gesta, con la intención de explorar sus particularidades y observar cómo, efectivamente, el tópico juglaresco no siempre se cumple.

El auditorio del juglar de gesta, para empezar, no debía de coincidir exactamente con el de otro tipo de espectáculos populares. Son diversos los testimonios europeos que confirman que en los siglos de esplendor de la épica medieval, los siglos XI a XIII, los juglares vagaban de un lado a otro ofreciendo públicamente los cantares de gesta. No es difícil imaginarse a la «muchedumbre del pueblo» (o populi caterva, tal como la denomina el poema latino del Cid, Carmen Campidoctoris) escuchando atentamente las proezas de los héroes, pero ello no significa que la poesía épica se divulgase de un modo por así decir indiscriminado, en la plaza de cualquier pueblo y con ocasión de cualquier festividad o día de feria. Todo apunta más bien a que, en su difusión pública, los cantares se reservaban para fechas y lugares señalados. Las hipótesis más solventes sobre el manuscrito único del Poema de Mío Cid, por ejemplo, lo relacionan, o bien con el monasterio de Cardeña, o bien con el concejo de Vivar, interesados ambos en fomentar el culto hacia la persona del Campeador. El juglar de gesta de que hablamos se hallaría más cerca de un trabajador asalariado —está plenamente documentada la existencia de juglares a sueldo de villas y municipios, que llegaron a crear corporaciones para su control— que de un bohemio ambulante.

El público por excelencia de los cantares de gesta, de cualquier forma, y es preciso poner el acento sobre este punto, no era el vulgo, sino la nobleza. Como los scopas germánicos o los poetas musulmanes, los juglares de gesta actuaban fundamentalmente en castillos y cortes, para un público restringido que los tenía en la más alta consideración, y que pagaba sus servicios con importantes sumas de dinero y ricos atavíos. Si hacemos caso de opiniones coetáneas como la de Alfonso X los juglares que divulgaban las hazañas guerreras y las vidas de santos ocupaban el lugar más digno y respetable de todo el escalafón juglaresco. Así pues, debemos situar a los juglares de gesta preferentemente en los banquetes y sobremesas palaciegos, siguiendo a sus señores en viajes y peregrinaciones religiosas, o incluso enardeciendo los ánimos de los combatientes antes de entrar en batalla; proponiendo, en definitiva, historias de héroes y caballeros al auditorio más idóneo e ideológicamente más receptivo ante este tipo de historias: los nobles.

Por lo que se refiere a la ejecución material de los poemas épicos, ya fuera en la plaza pública o en el salón de un castillo, confiar sin más en los tópicos juglarescos puede distorsionar nuestra comprensión del fenómeno. De entrada ha de desterrarse la idea del recitado o declamado de los versos a la manera de los recitales poéticos de hoy en día. Sólo en fechas tardías puede pensarse quizá en lecturas públicas hechas delante de un manuscrito (en lugar de la memorización por parte del juglar), pero incluso en estos casos no está claro que se prescindiese del elemento definitorio de la épica: la música. Acompañados siempre de una viola de arco (especie de violín rudimentario que también podía puntearse como una guitarra) o de una zanfoña o viola de rueda (instrumento de cuerda con manubrio), los juglares cantaban los que no por casualidad se llamaban cantares de gesta. El problema es que apenas existen datos, y los pocos que hay son controvertidos, sobre cómo debía de sonar este cantar. No es verosímil, ciertamente, pensar en melodías ricas y complejas —como las de los poemas líricos— capaces de ajustarse a composiciones de varios miles de versos. Los estudios más recientes (plasmados en una reconstrucción musical hecha en varios discos compactos por el músico y profesor Antoni Rosell para el sello Tecnosaga)1 conjeturan dos cosas: que el instrumento sólo tenía cierta relevancia en la introducción de la obra o los momentos de transición; y que el juglar salmodiaba o cantilaba monótonamente los versos de un modo semejante al del canto gregoriano; o mejor aún, semejante a la modulación que antiguamente empleaban los pregoneros en sus noticias. Salvando todas las distancias, se ha propuesto también como un ejemplo fácilmente comprensible el soniquete de los niños que cantan los números de la lotería. Si simplificamos las complicadas explicaciones de los expertos, la estructura musical del verso épico constaría de un hemistiquio de dibujo melódico ascendente y otro de dibujo descendente. Esta clase de salmodia o cantilación podría explicar la famosa irregularidad o anisosilabismo de la métrica del Poema de Mío Cid, en tanto que lo importante en una estructura musical así no es la regularidad silábica: piénsese en el ejemplo citado de la lotería y en cómo la misma cantilena sirve tanto para «ciento veinticinco mil pesetas» como para «setecientos cincuenta euros».
Nos queda una última cuestión: la posible teatralidad latente en el cantar de gesta. El tópico nos suministra, de nuevo, una imagen errónea. Estamos acostumbrados a pensar en juglares gesticulantes, que enfatizan diálogos y descripciones mediante la mímica, los movimientos y la alternancia de voces. No cabe la menor duda de que los juglares, herederos de los mimi e histriones romanos, desempeñaron un importante papel en el desarrollo y la conservación medieval del teatro, pero la ejecución concreta que llevaban a cabo los juglares de gesta debía de parecerse más a una ceremonia solemne y estática que a una representación dramática. La comparación con los modernos recitadores épicos serbocroatas (llamados guslari porque se acompañan de la gusla, similar a la viola de arco) aconseja imaginar un recitante hierático y circunspecto, mínimamente histriónico. Téngase presente, además, que los juglares tenían ocupadas ambas manos en sostener y tañer el instrumento, y que seguramente, dada la larga duración de las sesiones, permanecían sentados en un banco o escabel. Acaso sea esto lo más difícil de asimilar desde la perspectiva de nuestro vertiginoso mundo audiovisual y multimedia: el relato de las hazañas de los caballeros se ponía en pie con un protagonismo absoluto de la voz, de la oralidad, de una palabra viva que lograba por sí misma adquirir una consistencia física, material, casi corpórea.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

I.F.D. Borges

I.F.D. Borges
En la Escuela Normal funciona el Borges