martes, 23 de febrero de 2010

El Sí de las Niñas

Leandro Fernández de Moratín

El sí de las niñas, de Leandro Fernández de Moratín, en la comedia de buenas costumbres


Jesús Cañas Murillo


Resumen

El sí de las niñas, de Leandro Fernández de Moratín, es analizada desde la perspectiva de la poética del género, la comedia española de buenas costumbres, en el que se inserta. Se estudia la construcción de su argumento, los recursos que se utilizan, la creación de los personajes, los contenidos abordados, el significado, el mensaje, que a través de ella se desea transmitir al espectador. Se concluye que la obra es un producto típico de la Ilustración, dentro de cuya estética, el neoclasicismo, se produce su composición.

1. El sí de las niñas, de Leandro Fernández de Moratín, en la trayectoria de la comedia de buenas costumbres
El sí de las niñas es habitualmente considerada la obra culmen de la comedia española de buenas costumbres. Su composición se sitúa en el momento de apogeo de este género histórico, en la época de su trayectoria en la que se produce su máximo esplendor. Leandro Fernández de Moratín tenía concluida su redacción el 12 de julio del año 1801, como queda reflejado en su Diario. Fue publicada, dedicada a Godoy, en 1805, aunque no se estrenó hasta el 24 de enero de 1806, acontecimiento que tuvo lugar en el Teatro de la Cruz de Madrid. Entre esas fechas el texto había sido dado a conocer, por medio de la lectura, a diversas personas y personajes del momento, como sus amigos Juan María Tineo, José Antonio Conde, Juan Antonio Melón, Joaquín Cabezas, y como el propio Manuel Godoy, protector del autor.
Es El sí de las niñas, cronológicamente, la tercera de las comedias que conservamos de Moratín. Anteriormente había escrito El viejo y la niña, de 1786 (aunque publicada y estrenada en 1790); y La comedia nueva o El café, que pasa por ser del año 1792, aunque aparece que pudo estar concluida en el verano de 1791 (estrenada, en el Teatro del Príncipe de Madrid, el 7 de febrero de 1792); y La mojigata, concluida antes del estreno de La comedia nueva, publicada en 1791, pero no representada hasta el año 1804. Tras ella dio a conocer El Barón, terminada en 1803 sobre la base de una zarzuela del propio Moratín hecha en el año 1787 y ahora transformada en comedia, y estrenada en Madrid, en el Teatro de la Cruz, en el año 1804.



Fue El sí de las niñas una comedia de gran éxito en el momento de su estreno. Gozó del favor popular y permaneció en cartel nada menos que veintiséis días, desde el 24 de enero hasta el 18 de febrero de 1806, y en todo momento en las taquillas se obtuvo una alta recaudación. De hecho fue retirada de la escena en pleno éxito, debido a la llegada de la Cuaresma y el consiguiente cierre de los teatros.



2. Estructura de la acción y composición general



Recoge El sí de las niñas unos asuntos que estaban de actualidad en los años en los que se realiza su creación, el de los matrimonios desiguales y el de la libertad de los hijos en la elección de pareja.



En su composición vemos reflejados todos los tópicos que quedan integrados en la poética de la comedia de buenas costumbres dieciochesca. De igual modo, la obra refleja los ideales dramáticos de Leandro Fernández de Moratín.



Moratín define la comedia neoclásica, que nos hemos acostumbrado a llamar, siguiendo a René Andioc, comedia de buenas costumbres, de la siguiente forma:



Imitación en diálogo (escrito en prosa o verso) de un suceso ocurrido en un lugar y en pocas horas entre personas particulares, por medio del cual, y de la oportuna expresión de afectos y caracteres, resultan puestos en ridículo los vicios y errores comunes en la sociedad, y recomendadas por consiguiente la verdad y la virtud.



Para él, la comedia es imitación de la naturaleza. El autor elige, selecciona, de la naturaleza aquello que le parece conveniente, aceptable, verosímil, y lo convierte en obra literaria, en este caso dramática y, por lo tanto, dialogada. El texto teatral ha de estar redactado en prosa o verso, aunque, en otros escritos suyos explica que es mejor el uso de la prosa para la comedia, dado que se corresponde ella más con el habla de las gentes que se pretende reflejar. Si se emplea el verso, es necesario usar versos cortos, estrofas que, como el romance o la redondilla, aproximen el lenguaje de la comedia al habla coloquial de las gentes del momento, para así acercar el texto al espectador y dotarlo de mayor verosimilitud. La obra debe respetar las unidades, debe contar un solo suceso (contener una sola acción), que acaezca en un solo lugar y «en pocas horas». Los personajes han de ser «personas particulares», no nobles ni reyes, cuyos hechos son objeto de tratamiento en la tragedia; y han de recibir una adecuada, y verosímil, caracterización. El fin de la comedia es didáctico. Los textos se escriben para enseñar, para transmitir una idea, una peculiar visión de la realidad. En este sentido, las comedias neoclásicas pueden ser consideradas obras de tesis. Los temas deben relacionarse con problemas vigentes en la sociedad de la época, con asuntos de actualidad en el periodo. Con todos esos criterios Moratín construye El sí de las niñas, obra que cumple todos los requisitos exigidos por el pensamiento de su creador y la preceptiva neoclásica, a la vez que recoge otros constituyentes que forman parte de la poética del género.



En consonancia con lo que acabamos de exponer, en El sí de las niñas se respetan escrupolosísimamente las unidades. La acción es única. No contiene acciones ni historias secundarias, al estilo de las que frecuentemente aparecen en la comedia nueva barroca, o en la que en otro momento llamé comedia de espectáculo3, una parte del teatro popular de la Ilustración. Toda ella se sitúa en un único lugar, como el propio autor se encarga de advertir y resaltar:



La escena es en una posada en Alcalá de Henares.



El teatro representa una sala de paso con cuatro puertas de habitaciones para huéspedes, numeradas todas. Una más grande en el foro, con escalera que conduce al piso bajo de la casa. Ventana de antepecho a un lado. Una mesa en medio, con banco, sillas, etc.



El tiempo se ajusta a lo estipulado en la preceptiva, dado que los hechos se desarrollan en menos de doce horas:



La acción empieza a las siete de la tarde y acaba a las cinco de la mañana siguiente.
En el argumento se abordan asuntos cotidianos, no hechos heroicos; problemas con los que el público medio del momento podría identificarse: matrimonios concertados, educación de los hijos, relaciones amorosas, fidelidad en la pareja, relaciones paternofiliales... Toda la materia está distribuida en tres actos, lo cual es considerado aceptable por los preceptistas del momento, e incluso preferible al reparto en cinco o cuatro actos, pues permite adecuar mejor la estructura externa de la obra al reparto de la acción aconsejado por Aristóteles en tres momentos clave, el planteamiento, el nudo y el desenlace. Consecuentemente con ello el acto primero de la comedia va a contener el planteamiento; el segundo, el nudo; el tercero, el desenlace.



Para construir el argumento se utilizan una serie de recursos que forman parte de la poética de la comedia de buenas costumbres. Entre ellos se encuentran los que comentamos a continuación.

Así, la introducción «in medias res», necesaria dado el uso de la unidad de tiempo que se impone. Los dramaturgos no pueden escenificar la historia completa que presentan. Tienen que dar paso a la acción con los hechos iniciados, y luego, mediante el recurso de la retrospección, narrar los antecedentes, la «prehistoria» de los sucesos. Así consiguen que sea verosímil el desarrollo de unos acontecimientos determinados en tan corto espacio de tiempo.



La acción se articula por medio de un triángulo amoroso, en cuyos vértices se sitúan tres de los protagonistas principales: Don Diego, el viejo convertido en galán y pretendiente; Doña Francisca, la niña obediente, obligada por su madre a una boda que no desea, y que se halla enamorada de un joven al que ella llama Don Félix; y Don Carlos, nombre auténtico del supuesto Don Félix, que desea casarse con Doña Francisca.



El enredo pone en movimiento toda la acción y la complica, posibilitando así la aparición del nudo. Se produce cuando se descubre la relación existente entre los dos galanes de la obra, el viejo y la joven: Don Carlos es sobrino de Don Diego, quien también es su tutor; y cuando ambos coinciden en una posada en la que también se halla la dama de los dos, Doña Francisca. Es un enredo complicado, pero racional, adecuado al gusto de los neoclásicos. Todos los elementos que lo producen son perfectamente explicados y justificados en la comedia. Así se facilita su solución, que posibilita el advenimiento, lógico, del desenlace.



La carta se convierte en un eficaz auxiliar del enredo. Se incluye en el acto tercero. Posibilita la culminación del nudo. Pero a la vez facilita el advenimiento del desenlace, pues gracias a ella Don Diego llega a conocer las verdaderas relaciones existentes entre su sobrino y Doña Francisca. Se relaciona, pues, con la anagnórisis.



La anagnórisis hace importante acto de presencia. Es entendida en sentido amplio, como la explica Luzán en La Poética. Se concibe como el paso de lo desconocido a lo conocido. Por ello afecta a los personajes, pues, gracias a ella, Doña Francisca llega a descubrir la verdadera identidad de Don Carlos. Pero también a los sucesos, dado que, por ella, Don Diego termina por conocer las auténticas relaciones que se han establecido entre su sobrino y Doña Francisca y los verdaderos sentimientos de ambos jóvenes. Es fundamental para posibilitar que Don Diego torne a su sano juicio, al darse cuenta, mediante un descubrimiento de la realidad auténtica (mediante una anagnórisis), de lo ridículo que resulta su papel, -al que le había impulsado Doña Irene, la madre de Doña Francisca, por motivos egoístas-, de viejo pretendiente, de desfasado galán. Su aparición, pues, se convierte en recurso importante para posibilitar el advenimiento del desenlace.



3. Tipos y personajes



El número de personajes que aparecen en el argumento no es elevado. Se da así cumplimiento a uno de los preceptos de la poética neoclásica que se iba a convertir en constituyente de la comedia de buenas costumbres. Según éste, para no complicar excesivamente la obra y no distraer la atención del espectador con agonistas superfluos de mínima intervención en el argumento y de exiguas funciones, era importante que en las piezas sólo incluyesen entre seis y ocho personajes. Era también un medio de acabar con la acumulación de agonistas y la espectacularidad propias del teatro popular de la Ilustración. En El sí de las niñas únicamente aparecen siete personajes:



PERSONAS



D. Diego.
D. Carlos.
Dª Irene.
Dª Francisca.
Rita.
Simón.
Calamocha.



La inclusión de los personajes en las escenas se hace también con especial cuidado de evitar la acumulación. Es, también, consecuencia del respeto a la preceptiva neoclásica que recomienda no incluir más de cuatro personajes en las tablas y evitar que, incluso en esos casos, hablen a la vez más de dos o tres de ellos.



Porque en pasando de tres que hablen, es confusión y embarazo para la representación.
Se busca, con todo, la claridad que permita conocer más a los agonistas y facilite la transmisión de una enseñanza concreta. Tan sólo en momentos especialmente relevantes del argumento, y con el fin de destacarlos por contraste con la situación general, se rompe esta tendencia y se tiende a la acumulación. Tal acontece, especialmente, en el desenlace de la pieza.



La presentación de los agonistas ante el auditorio es especialmente cuidada. Sus caracteres deben ser perfectamente delimitados ante el espectador, para que éste pueda comprenderlos bien. Se considera ello especialmente importante debido a que los personajes se convierten en medio esencial de transmitir una enseñanza, una tesis concreta, como veremos.



La construcción de los personajes se realiza sobre la base de los tipos que al autor le proporciona la poética del género. Tipo y personaje constituyen realidades distintas, aunque en los textos pueden coincidir. El tipo es general, abstracto, pertenece a la obra particular; y puede estar diseñado, o no, sobre la base de un tipo o de varios tipos diferentes que en él pueden confluir. El tipo queda definido por una serie de rasgos generales de caracterización y una serie de funciones recurrentes, en las que todo un grupo de agonistas similares llegan a coincidir. El personaje creado sobre el tipo tiene las características y las funciones de éste último, pero puede tener también otras específicas que no se identifican con las de aquél, distintas a las suyas, que no son necesariamente recurrentes, que son propias y peculiares del agonista que figura en cada texto en particular. El personaje tiene sexo concreto. Es masculino o femenino. El tipo no siempre. El sexo puede conferirse en el proceso de conversión del tipo en personaje. El personaje tiene, o puede tener, nombre propio. El tipo tiene sólo nombre genérico y generalizador.



Los tipos funcionales que detectamos en la comedia de buenas costumbres española son los que detallamos a continuación.



El galán, que suele ser joven, bien parecido, valiente, atrevido, leal, inexperto, activo, enamoradizo y enamorado, no egoísta ni interesado, sensato. Entre sus funciones se encuentran el servir de medio para desarrollar el tema de las relaciones paternofiliales, del honor, de la educación. Forma el triángulo amoroso que sirve para articular la acción de la comedia. Sobre este tipo se formaría el personaje de Don Carlos.



La dama. Es joven, hermosa, discreta, recatada, pasiva, obediente, fiel, racional. Puede refrenar los impulsos apasionados del galán. Ella sirve para desarrollar, junto al galán, el tema de las relaciones amorosas, el de las relaciones paternofiliales, la educación, los matrimonios desiguales. Contribuye a la creación del triángulo amoroso y es uno de los ejes, como el galán, sobre los que se construye la acción. Sobre la base de este tipo se forma el personaje de Doña Francisca.



El entrometido puede ser joven y bien parecido. Es egoísta, interesado, cobarde, activo. Crea el triángulo amoroso, complica la acción, forma el enredo, provoca la aparición de conflictos. Contribuye al desarrollo del tema de las relaciones amorosas. En El sí de las niñas Don Diego es, parcialmente, de forma muy débil, de carácter casi sólo funcional, un entrometido dulcificado y despojado de la carga más negativa, de la maldad, que suele tener el tipo. En La Petimetra, de Nicolás Fernández de Moratín, Don Damián se formaría sobre este tipo.



El cazadotes es un joven, o una joven, sin dinero, egoísta, interesado, ávido de medrar por medio de un matrimonio desigual, entablado con una persona de buena posición social y económica. Suele ser tacaño, mentiroso, materialista. Tiene un gran deseo de ascenso social y económico. Vive a costa de los demás. Genera conflictos. Contribuye a la formación del nudo. Puede formar el triángulo amoroso, aunque su interés por la dama es económico, pues no la ama. Desarrolla el tema de los matrimonios desiguales. No hay ningún personaje que se cree en El sí de las niñas sobre este tipo, utilizado en toda su integridad. Tan sólo Doña Irene recibe, y las comparte con otras, algunas de sus características, si bien la boda ventajosa no la busca para sí sino para su hija, Doña Francisca. En El señorito mimado, de Tomás de Iriarte, Doña Mónica se basa en él, al igual que el Marqués de La señorita malcriada.



El criado es un tipo sobre el que se pueden crear personajes masculinos o femeninos. Suele estar preocupado por su bienestar físico y material, por el dinero. Es experimentado, aunque no siempre se alude a su edad, juicioso, sensato, leal, buen consejero. Forma personajes de diálogo, con lo que facilitan a otros que expongan sus ideas, sus preocupaciones, sus intenciones... Es narrador, transmisor de noticias, introductor y presentador de personajes. Suele ser buen consejero. A veces introduce comicidad, aunque nunca como el gracioso del teatro barroco. Forma pareja con su señor, y, en ocasiones, puede entrometerse en la vida y los asuntos de los demás. Rita, Simón y Calamocha se crean sobre este tipo.



El viejo forma personajes masculinos. Muestra interés por el matrimonio, por casarse, pero con mujeres más jóvenes que él. Es adinerado. Tiene edad avanzada y suele tener achaques físicos. Es insensato, egoísta, autoritario, celoso, tacaño, testarudo, irracional. Es tipo negativo. Forma triángulos amorosos. Contribuye a la creación y desarrollo del nudo. A veces provoca la aparición de momentos cómicos. Plantea el tema de los matrimonios desiguales y el de la libertad de las hijas para elegir esposo. Introduce crítica social y crítica moral. Don Diego se forma parcialmente sobre este tipo.



El padre puede dar lugar a personajes masculinos o femeninos. De él no se hacen caracterizaciones físicas. Suele ser maduro y viudo o sin pareja. Puede ser positivo, y entonces es sensato, buen consejero, generoso y carente de egoísmo, buen educador y preocupado por la formación y educación de los hijos, juicioso, experto, bien curtido por la edad. En este caso se encuentra Don Diego con respecto a Don Carlos. Puede ser negativo, con lo cual demuestra los rasgos contrarios a los que acabamos de mencionar. Es el caso de Doña Irene con respecto a Doña Francisca. Entre sus funciones se encuentra la introducción del tema de las relaciones paternofiliales, de la educación de los hijos, de la imposición del matrimonio a los hijos. A través de él se introduce didactismo, pues se rechazan sus comportamientos, si es negativo, o se pone como modelo de actuación, si es positivo.



El tutor no tiene caracterización física. Suele ser maduro. Se puede transformar en personaje masculino o femenino. Así sobre el tutor se crea el personaje de Doña Clara, la tía de Doña Pepita, en La señorita malcriada, de Tomás de Iriarte. Es juicioso, buen consejero, dotado de autoridad, racional, sensato, preocupado por la educación, lleno de buenas y claras ideas. Su función principal es ser el transmisor de doctrina. Resuelve conflictos. Introduce el tema de la buena educación de los hijos. Critica comportamientos. A través de él se introduce la justicia poética, el didactismo y la tesis que la comedia puede contener. En El sí de las niñas Don Diego encarna este papel.



El petimetre puede dar lugar a personajes masculinos o femeninos. Es un tipo que no suele aparecer exento, sino unido al de la dama o el galán. No se ha utilizado en El sí de las niñas. Sobre él se construyen Doña Jerónima y Don Damián en La Petimetra, el Marqués en La señorita malcriada. Es joven. Habla y viste a la moda. Es narcisista, egoísta, mentiroso, interesado, materialista, superficial, preocupado por las apariencias, por la forma externa. Introduce el tema y el recurso de la oposición entre apariencia y realidad. Provoca conflictos o los mantiene, si son previos a él. Introduce crítica social, el tema de los matrimonios desiguales en ocasiones, y, a veces, momentos cómicos.



De los tipos, a veces, como hemos ido viendo, se puede dar una versión positiva, o crear, sobre los caracteres contrarios a la versión positiva, una versión negativa. Así, puede haber una dama indiscreta, desobediente, irracional, falta de recato, como acontece con la protagonista de La señorita malcriada, de Tomás de Iriarte.



Es normal que un personaje se construya no sólo sobre un tipo sino sobre varios tipos a la vez. Se hace uso, así, de una técnica de sincretismo. El personaje se comportará con rasgos y con funciones de un tipo u otro según sea la situación en la que se encuentre en cada momento. El caso de Don Diego es un perfecto ejemplo de esta situación como más adelante tendremos ocasión de comentar.



Todos los personajes de El sí de las niñas se han formado sobre tipos. Rita, Calamocha y Simón se forma sobre el criado, y como tales son personajes de diálogo, comentaristas, narradores... Pueden anunciar momentos importantes de la comedia, como hace Rita en el acto primero, en el que anticipa la verdadera naturaleza del nudo:



hallándonos todos aquí, pudiera haber una de Satanás entre la madre, la hija, el novio y el amante



Doña Irene se forma sobre el padre, en su versión negativa, y como tal es egoísta, interesada, mala educadora, deseosa de imponer a su hija un matrimonio que ella no quiere... Doña Francisca es la dama, positiva, enamorada, fiel a su amor, obediente, discreta... Don Carlos es el galán, positivo, respetuoso con su tío, -que hace la función de su padre y tutor-, con quien no quiere competir, y a quien está dispuesto a dejar el campo libre; enamorado, fiel, impulsivo...
Don Diego es el personaje más complejo de todos. Ha sido diseñado utilizando como base varios tipos diferentes: el galán, el entrometido (funcional, pues este protagonista lo es a su pesar y no por voluntad propia, como dijimos), el viejo, el padre, el tutor. Los caracteres de cada tipo y sus funciones se van sucediendo a lo largo del argumento (los del entrometido casi no aparecen, insistimos, sólo sus funciones), según sea el momento concreto de su desarrollo y la situación concreta en la que se halle el personaje. Al final termina por prevalecer la función de tutor, con su sensatez, con su disposición a resolver los conflictos, con su tendencia a adoctrinar y facilitar la aparición de la justicia poética. Él es razonador y termina, desde esta función, desde su papel de tutor, por reconocer sus culpas en los conflictos creados, al intentar desposarse con una niña que no le corresponde. Con ello facilita la llegada del desenlace. Así, acaba, al final de la comedia, afirmando:



Yo pude separarlos para siempre y gozar tranquilamente la posesión de esta niña amable, pero mi conciencia no lo sufre...



Para efectuar la caracterización de los agonistas el autor ha utilizado diferentes recursos. Algunos de ellos no son exclusivos de personajes. Afectan también a la acción y/o al contenido. Otros tienen un ámbito de aplicación más reducido. Tal sucede con el monólogo interior y con la introspección que a él suele unirse, que se emplean en el proceso de construcción de agonistas. El primero facilita que un personaje hable consigo mismo, aclare sus ideas, se pregunte sobre su situación y comprenda mejor el estado en que se halla y busque salidas y soluciones. El segundo facilita el análisis interior hecho por un agonista determinado. Los encontramos, por ejemplo, en el personaje de Don Diego, en el acto tercero, en el momento en que sospecha que doña Francisca tiene un amor, ya que en esos instantes se dedica a meditar sobre su situación, y, así, queda definido como un intelectual racional y razonador, que sabe analizar correctamente la realidad:
¿Y a quién debo culpar? [...] ¿Es ella delincuente, o su madre, o sus tías, o yo?... ¿Sobre quién..., sobre quién ha de caer esta cólera que por más que lo procuro no la sé reprimir?... ¡La naturaleza la hizo tan amable a mis ojos!... ¡Qué esperanzas tan halagüeñas concebí! ¡Qué felicidades me prometía!... ¡Celos!... ¿Yo?... ¡En qué edad tengo celos!... Vergüenza es... Pero esta inquietud que yo siento, esta indignación, estos deseos de venganza, ¿de qué provienen? ¿Cómo he de llamarlos? Otra vez parece que...



Los enfrentamientos duales y las oposiciones binarias no son recursos exclusivos de personajes. Pueden funcionar en el plano de la acción, y establecer, en general, grupos contrapuestos de hechos. Pero frecuentemente los hallamos usados, sobre todo, en el momento de hacer la creación y caracterización de personajes. Establecen grupos de agonistas, que son distribuidos en dos frentes que chocan entre sí. A veces se dan en un mismo personaje, que al principio se comporta de una manera y al final de otra distinta (tal sucede con Don Diego en El sí de las niñas). Permiten, en el plano de la acción, conocer mejor los sucesos; y, en el plano de los personajes, los distintos tipos de actuación, con lo cual se caracteriza más claramente a los agonistas, con el fin de, a través de ellos, ensalzar unas formas de comportamiento y rechazar otras. Es función similar a la que cumple el contraste (enfrentamientos duales y oposiciones binarias son una forma más concreta de contraste), que puede darse entre varios elementos (no sólo dos) a la vez. En El sí de las niñas hallamos enfrentamientos duales y oposiciones binarias, unidos al contraste, del que, insistimos, son una variante, en los diferentes encuentros que mantienen Doña Irene y Don Diego, en los que ambos exponen sus ideas sobre la educación de los hijos y contrastan en su actitud y comportamiento como padres (madre real Doña Irene de Doña Francisca, padre funcional Don Diego de Don Carlos) y educadores: Doña Irene defiende que hay que enseñar a los hijos a obedecer ciegamente, y da por cierto su derecho a elegir ella misma, por motivos particulares, la pareja de su hija sin contar con la directamente interesada; Don Diego rechaza frontalmente esas concepciones y los comportamientos que de ellas se derivan.



La perspectiva múltiple puede ser utilizada para caracterizar personajes o realizar un determinado planteamiento de un tema o de varios temas. Consiste en presentar tema o personaje desde diferentes puntos de vista, -expuestos, en ocasiones, por agonistas distintos-, que pueden contrastar entre sí, pero que también pueden ser complementarios. Con ella se proporciona una visión más completa de tema o personaje al espectador, que recibe así, más elementos de juicio, mayor información. Con ella, si se trata de un personaje, se proporciona a éste una más amplia caracterización, con lo cual es mejor conocido por el auditorio; si se trata de un tema se proporcionan más datos sobre él o más facetas, con el fin de transmitir un más cabal conocimiento del mismo y permitir, si aparece el contraste, que una de las visiones prevalezca sobre todas las demás y entre a formar parte del significado, del mensaje que se quiere trasladar al espectador. En El sí de las niñas encontramos el recurso referido a los agonistas, por ejemplo, en las distintas visiones que se proporciona de Doña Francisca, cuando diferentes personajes (Doña Irene, Rita, Don Diego, Don Carlos) se refieren a ella. Muchas veces a la perspectiva múltiple se une la alternancia teoría-práctica que completa la caracterización del personaje y la visión que de él se transmite al espectador, dado que a las definiciones teóricas de él que proporcionan otros agonistas unimos en conocimiento directo que se tiene del mismo cuando se observa su actuación en el argumento.



Análoga función a la perspectiva múltiple cumple el paralelismo, ya que permite presentar varias visiones de una misma realidad (un tema, unos hechos, un personaje...) para que sea mejor conocida por el público. Con él los agonistas reciben una caracterización más redonda. La acción queda más completa. Los temas presentan una multiplicidad de facetas que los enriquecen y van a servir de base, al elegirse una de las posibles opciones, si se insertan, para la transmisión de una enseñanza. En el capítulo de personajes lo hallamos en El sí de las niñas, por ejemplo, en las distintas visiones que se dan de Don Carlos, escindido, artificialmente, en dos personajes, Don Carlos y Don Félix, de los cuales se van proporcionando datos en diferentes momentos a través de los personajes de Don Diego, de Doña Francisca, Rita, Calamocha, Simón.



La oposición apariencia-realidad contribuye a crear y mantener el nudo de la comedia. Genera tensión, forma enredo y mantiene el interés por los sucesos escenificados. Se une a la anagnórisis, que permite descubrir la verdadera naturaleza de las situaciones y la verdadera identidad de los personajes. Afecta, en sucesos, a las relaciones que mantienen Doña Francisca y Don Carlos; y en personajes, a Don Carlos, disfrazado, dotado de una identidad falsa, Don Félix, durante buena parte del argumento, escindido, como decíamos antes en dos agonistas paralelos, uno ficticio y otro real, dos agonistas que sólo el recurso de la anagnórisis contribuye a unir en uno solo.



4. Contenido e ideología



Diversos contenidos, diferentes temas, se insertan en El sí de las niñas. Aparecen los matrimonios desiguales, la educación de los hijos, las relaciones amorosas, las relaciones paternofiliales, la sociedad, los tipos y problemas sociales del momento.
El número de temas no es excesivamente elevado. El autor no desea distraer la atención del espectador. Quiere que se centre en el asunto base. De hecho, todos los demás están fuertemente relacionados con él. La coherencia de la comedia en el plano del contenido es así completa.
El tema fundamental es el problema de los matrimonios desiguales. Responde a una preocupación real de la época, relacionada por la publicación en 1776, el 23 de marzo en concreto, de una pragmática de Carlos III en la que se abordaba el asunto y se obligaba a los hijos a contraer matrimonio sólo si se tenía el consentimiento del cabeza de familia. Moratín va a criticar los excesos a los que dio lugar ese precepto, a las imposiciones irracionales de pareja que los padres hacían a sus hijos por motivos egoístas, de conveniencia personal, ligados a los deseos de progresar, de ascender social y/o económicamente. Se defiende que entre los miembros de la pareja ha de existir una igualdad esencial, en la edad, en la economía, en la clase social. Las críticas más fuertes contra los excesos son puestas en boca de Don Diego, que, al estar construido sobre el tipo de tutor, es el encargado de transmitir la doctrina positiva que se inserta en el argumento. Así, sobre el vicio de obligar a los hijos a casarse en contra de su voluntad, dice Don Diego:



¿Cuántas veces vemos matrimonios infelices, uniones monstruosas, verificadas solamente porque un padre tonto se metió a mandar lo que no debiera?



Los temas de las relaciones paternofiliales y de la educación de los hijos están directamente relacionados con el de los matrimonios desiguales. Se defiende un modelo positivo. El hijo debe ser obediente, debe someterse al padre. Pero el padre debe utilizar su autoridad con racionalidad. No debe ser egoísta. Debe buscar el bienestar y la felicidad de sus hijos y no tratar de imponerle absurdas decisiones tomadas por motivos de interés particular. El padre debe convertirse en modelo de actuación para el hijo y debe apartar ridículos caprichos personales, insensatos e irracionales. Debe enseñar al hijo a comportarse correctamente en la vida, a ser un hombre o una mujer de bien, una persona útil para la sociedad, que sabe cumplir bien su papel, su función, dentro de la misma. Debe tener autoridad, pero una autoridad racional. Debe enseñar a sus hijos a ser sensatos y, como él, que constituye su paradigma de comportamiento, a llevar una línea de conducta llena de racionalidad. El hijo se convertiría así en un ciudadano ejemplar, justo, perfectamente integrado en la sociedad de la que forma parte. En la comedia aparecen dos modelos de padre que son presentados en absoluto paralelismo y contraste, el representado por Don Diego, que es el positivo, al ser «padre» (funcional) abnegado, racional, sensato, desinteresado, capaz de sacrificarse por la felicidad justa de su hijo, y el representado por Doña Irene, caprichosa, insensata, mojigata, beaturrona, irracional, capaz de imponer a su hija decisiones absurdas tomadas por motivos egoístas, de interés individual suyo, de preocupación personal por el dinero y el ascenso social. El modelo positivo es el defendido; y el negativo, totalmente rechazado, denostado y ridiculizado, como se observa con claridad en las siguientes palabras de Don Diego dirigidas contra Doña Irene, y pronunciadas cuando observa la disposición de Doña Francisca a casarse con él por obedecer los mandatos de su madre:



Ve aquí los frutos de la educación. Esto es lo que se llama criar bien a una niña: enseñarla a que desmienta y oculte las pasiones más inocentes con una pérfida disimulación. Las juzgan honestas luego que las ven instruidas en el arte de callar y mentir. Se obstinan en que el temperamento, la edad ni el genio no han de tener influencia alguna en sus inclinaciones, o en que su voluntad ha de torcerse al capricho de quien las gobierna. Todo se las permite, menos la sinceridad. Con tal que no digan lo que sienten, con tal que finjan aborrecer lo que más desean, con tal que se presten a pronunciar cuando se lo manden un sí perjuro, sacrílego, origen de tantos escándalos, ya están bien criadas, y se llama excelente educación la que inspira en ellas el temor, la astucia y el silencio de un esclavo.



El tema de las relaciones amorosas no se encuentra excesivamente desarrollado. No interesa en sí mismo, sino en función del tema de los matrimonios desiguales. Se expone a través de los personajes de Don Carlos y Doña Francisca. Se transmite de él una visión positiva. Es un amor casto, que busca el matrimonio, celebrado entre personas de igual clase social y económica. Se muestra la compenetración que existe entre los enamorados. La preocupación que tiene el uno por el otro. El interés mutuo. Se incluyen motivos típicos como los celos y las riñas de amor.
Junto a estos temas se introducen otros muy concretos. Son puntualizaciones sobre asuntos de carácter humano o social (visiones de la sociedad, de tipos y problemas sociales de actualidad) que casi son incluidos a modo de sentencias aclaratorias y que se ligan a los contenidos esenciales. Así, relacionado con el tema del amor y del matrimonio, Rita explica sobre la naturaleza y la bondad de los hombres y las mujeres:



Con los hombres y las mujeres sucede lo mismo que con los melones de Añover. Hay de todo; la dificultad está en saber escogerlos. El que se lleve el chasco en la elección quéjese de su mala suerte, pero no desacredite la mercancía... Hay hombres muy embusteros, muy picarones; pero no es creíble que lo sea el que ha dado pruebas tan repetidas de perseverancia y amor.



La esposa ideal, dice Don Diego, debe ser aprovechada, hacendosa, que sepa cuidar de la casa, economizar, estar en todo



Sobre las amas explica Don Diego:



Que si una es mala, otra es peor, regalonas, entremetidas, habladoras, llenas de histérico, viejas, feas como demonios...



Sobre el papel de los padres cuando los hijos quieren ingresar en una orden religiosa, manifiesta Don Diego:



En estas materias tan delicadas los padres que tienen juicio no mandan. Insinúan, proponen, aconsejan, eso sí, todo eso sí, ¡pero mandar!



Hay especificaciones sobre el papel de los oficiales en el ejército, puestas también, como es habitual dada su función de tutor, en boca de Don Diego:



Un oficial siempre hace falta a sus soldados. El rey le tiene allí para que los instruya, los proteja y les dé ejemplos de subordinación, de valor, de virtud.



A veces se insertan noticias de actualidad, como la puesta en boca de Doña Irene sobre cómo se realizan los matrimonios en la época:



Casan a una muchacha de quince años con un arrapiezo de diez y ocho, a una de diez y siete con otro de veinte y dos; ella niña, sin juicio ni experiencia, y él niño también, sin asomo de cordura ni conocimiento de lo que mundo [...] ¿quién ha de gobernar la casa? ¿Quién ha de enseñar y corregir a los hijos? Porque sucede también que estos atolondrados de chicos suelen plagarse de criaturas en un instante, que da compasión.



5. Significado y tesis



El sí de las niñas no es una comedia de pura diversión. Como es propio de la comedia de buenas costumbres, como queda establecido en la poética del género, la obra tiene carácter didáctico, desea transmitir un mensaje al espectador.



El interés por la enseñanza es una constante que encontramos en toda pieza. De hecho a lo largo de todo su argumento se van incluyendo mensajes parciales con los que se quiere adoctrinar al espectador sobre asuntos diversos, como antes hemos comentado. Incluso en el apartado de los recursos queda reflejado este interés por la enseñanza. Aparecen resúmenes didácticos, que condensan contenidos o partes de la acción con el fin de facilitar al espectador el seguimiento del argumento y la recepción de la enseñanza que a través de él se desea transmitir. Pero la importancia del didactismo es todavía mucho mayor, pues, como exponíamos, se observa en la finalidad última del texto, en su significado, en el mensaje que a través de él se ofrece.
La auténtica naturaleza de dicho mensaje no hay que conocerla sólo mediante el examen de su argumento. La enseñanza queda perfectamente explicitada en los últimos momentos de la pieza. Se expone, como no podía ser menos, dada la función de tutor que cumple el personaje, -y, como tal, de transmisor de doctrina-, como en otros momentos hemos destacado, por medio de Don Diego. Él, a finales del acto tercero, dirigiéndose a Doña Irene, pronuncia las siguientes palabras:
Él y su hija de usted estaban locos de amor, mientras usted y las tías fundaban castillos en el aire y me llenaban la cabeza de ilusiones que han desaparecido como un sueño... Esto resulta del abuso de autoridad, de la opresión que la juventud padece, éstas son las seguridades que dan los padres y los tutores, y esto lo que se debe fiar en el sí de las niñas... Por una casualidad he sabido a tiempo el error en que estaba... ¡Ay de aquellos que lo saben tarde!



Tal es el significado, el mensaje, que encierra la comedia.



El sí de las niñas se convierte, ante ello, en una comedia de tesis, un texto hecho para transmitir una determinada visión de la realidad, o de una parcela concreta de la realidad, que se desea trasladar al auditorio. En este sentido el proceso de composición de la comedia va de la definición, el mensaje, a lo definido, el argumento. Se utiliza como base de composición el esquema didáctico, típico de la literatura de todos los tiempos, basado en la sucesión sentencia, el mensaje, ejemplo, el argumento. Moratín desea ofrecer a sus espectadores una toma de postura concreta ante un específico problema social del momento: el asunto de los matrimonios desiguales. Para atacarlos y mostrar los inconvenientes que causa el abuso de autoridad por parte de los padres escribe su pieza. En el origen de la composición está la tesis. El argumento se convierte en una eficaz ejemplificación de la misma.



Como auxiliar básico de ese didactismo, en la comedia aparece la justicia poética. Es otro constituyente de género. Con ella se pone de manifiesto que, en todo caso, cada agonista ha de recibir su merecido, premio o castigo, al final de la pieza según haya sido su actuación, con lo cual se refuerza claramente el mensaje, la enseñanza, de la obra. En El sí de las niñas los enamorados, presentados como positivos, se llevan la recompensa que les corresponde por su correcta actuación, por su buen comportamiento y su buena forma de ser, y llevan a buen puerto sus relaciones amorosas. Doña Irene, -aparte de ser objeto de una pública amonestación por su pensamiento, carácter y actuación-, por su estupidez y su mal hacer, recibe el castigo y no alcanza los objetivos que inicialmente perseguía.



6. El sí de las niñas, comedia neoclásica española



Hasta aquí hemos ido analizando la composición que ha recibido El sí de las niñas. Leandro Fernández de Moratín parte de sus ideales dramáticos y de unos tópicos de género para realizar su creación. Los utiliza con sabiduría y con un indudable oficio e intuición de dramaturgo. Tanto que consigue que nos olvidemos de los constituyentes de la poética de la que procede su manera de dar forma definitiva a su pieza; que percibamos ésta como una aportación verdaderamente original. Porque original es la obra. La originalidad está en la forma, en la recreación, en el uso que se proporciona a unos ingredientes tomados de la tradición, de la serie, literaria de la que se parte y en la que se alinea.



Usos literarios, rasgos, constituyentes, de género, unidos a la maestría y a la ideología personal de su autor, explican el proceso de creación de El sí de las niñas, una de las obras más perfectas, si no la que más, de la serie, del género, en la que se encuadra, una de las costumbres más altas del neoclasicismo literario español.


Extraído de:


sábado, 13 de febrero de 2010


Sobre los ideales neoclásicos y su realización escénica


Ermanno Caldera

Universidad de Génova



Muy agudo fue, como es notorio, el sentido estético en los cultores del neoclasicismo que del ideal de la belleza o, por decirlo más apropiadamente, de la belleza ideal, hicieron su aspiración constante, lo teorizaron, y hasta acuñaron el término que usamos todavía. Concepto frágil y huidizo, el de la belleza ideal, que sin embargo encontró un acuerdo sustancial entre los teorizadores, quienes insistieron sobre todo en las ideas básicas de perfección y unidad, que se reflejaron más directamente en las obras literarias.
Justamente en la perfección insiste Arteaga, para el cual la belleza ideal es el arquetipo o modelo mental de perfección que resulta en el espíritu del hombre después de haber comparado y reunido las perfecciones de los individuos1.


Se trata, como explica en seguida, de una belleza que rebasa los límites naturales, ya que se realiza en las obras de arte a través de la imitación, cuya idea, agrega, incluye necesariamente la de levantarse sobre la naturaleza ordinaria2.


Más analíticamente Luzán examina las varias «calidades» de la belleza, destacando la unidad, la regularidad y la proporción. Pero quizás la definición más adecuada se condense en las cuatro palabras de Kant -«edle Einfalt und stille Grîsse», es decir «noble sencillez y quieta grandeza»- que algún crítico considera como la clave interpretativa del movimiento3.
Es un ideal de belleza no sobrecargada como la barroca, pero solemne y estatuaria, que de la estatua tiene la imponente inmovilidad, y que se refleja de manera muy evidente ante todo en los personajes trágicos, todos perfectos y lineares, inmóviles en su fidelidad al papel que el autor les ha fijado, conforme al precepto de Luzán que en ellos requería la igualdad, esto es la constancia en sostener por todo el drama aquel mismo carácter o genio que el personado manifestó al principio4.


Pero todo en sumo grado, levantándose sobre la naturaleza ordinaria, como diría Arteaga, ya que la tragedia, afirmaba Francisco Milizia, es una imitación de la vida de los héroes, sujetos más que otros por razón de estado, a pasiones violentas y catástrofes.


Y el heroísmo es un acontecimiento, un valor, una generosidad superior a las de las almas vulgares y afecta tanto a los virtuosos como a los malvados:

Aún en el vicio cabe el heroísmo5.


Seres perfectos, deshumanizados, en los cuales se personifica esa belleza ideal que Winckelman discernía en el Apolo del Belvedere en el cual afirmaba que no había «nada mortal» y donde no se descubría «ningún indicio de las necesidades de la humanidad»6.
Claro está que esta ausencia no sólo de humanidad sino sobre todo de connotaciones en los personajes atestigua un escaso sentido de la teatralidad o, tal vez mejor se diga, la orientación hacia una teatralidad muy peculiar.
Es un teatro (sigo refiriéndome a las tragedias), que privilegia la estaticidad sobre el dinamismo, como confirma, por otro lado, su conformidad rigurosa con las famosas reglas de las unidades. Las cuales no derivan solamente de la lectura de la Poética aristotélica, sino que se vinculan también con el concepto de la belleza ideal, gracias sobre todo a sus componentes de unidad y proporción, como anota Luzán:
de estos mismos principios (sobre los cuales se funda la belleza) procede la bien ideada formación de todas sus (i. e. de la poesía) reglas particulares, como la unidad de acción, de tiempo y de lugar en las tragedias y comedias7.


Y lo confirma también la excepcional importancia atribuida al lenguaje, que por otro lado representa quizás el aspecto y el momento de mayor influencia de la idea neoclásica de la belleza.
Era el lenguaje justamente lo que los clasicistas dieciochescos con más ahínco censuraban en las obras, teatrales y no, del Siglo de Oro. Al cambiar de dinastía, al salir de su aislamiento cultural y al enfrentarse nuevamente con la cultura europea dominada por los ideales cartesianos de lo claro y distinto, España cambió también sus códigos ideológicos y lingüísticos; por consiguiente, rechazada toda la hinchazón culterana, adoptó, al menos en los niveles más cultos de su mundo literario, un lenguaje inspirado en esa sencilla nobleza que postulaba Kant.
En las tragedias, ese ideal se realizó a través de un compromiso entre un lenguaje de fondo coloquial y prosaico y los recursos de la retórica que intentaban realzarle para conseguir el tono solemne, o sublime, que requería la calidad de los personajes:
Como la tragedia no admite sino personas ilustres y grandes (...) -enseñaba Luzán- su estilo ha de ser alto, grave y sentencioso8.

Obedientes, los tragediógrafos aplican rigurosamente estos principios: todos, desde los pioneros García de la Huerta o Montiano y Luyando hasta los epígonos decimonónicos Martínez de la Rosa o Rivas9.
Y lo alto y grave consiguen a través de un lenguaje fuertemente metonímico. Es tanta la propensión hacia la figura retórica de la metonimia (en la cual incluyo también la sinécdoque) que una lectura de las piezas en esta clave ofrece resultados a veces impresionante por la cantidad de expresiones en que se usa la parte del cuerpo o algún sentimiento (alma, corazón, pecho, valor, dolor, constancia etc.) en sustitución de la persona o del pronombre personal: «tu corazón desmaya... deja a mi pena / que goce del alivio... Mis lágrimas ya se desprecian» son expresiones sacadas casi fortuitamente de la Raquel, y que constituyen sólo una mínima muestra de la presencia a veces obsesiva de este recurso.
Es lo sublime clasicista que, para usar la terminología jakobsoniana, reemplaza el campo barroco de la similitud, generador de metáforas, por el de la contigüidad: los vuelos de la fantasía poética por la solemnidad de la oratoria.
Y al mundo de la oratoria nos reconducen también las numerosas sentencias a que, conforme justamente al consejo de Luzán, recorren muy a menudo todas las piezas trágicas. No se olvide que las sentencias eran particularmente recomendadas por las retóricas antiguas como elemento muy idóneo para dar realce a la declamación oratoria; que para Aristóteles la sentencia correspondía, en la discusión oratoria, al silogismo de la lógica; que, en fin, Séneca Padre definía grandes cazadores de sentencias a los declamadores españoles de su tiempo10.
En efecto, la pieza trágica neoclásica se califica preferentemente como opus oratorium, en el cual las réplicas de los personajes cuentan mucho más por las enseñanzas que dirigen al público que al fin del desarrollo de la trama. Por otro lado, que el fin precipuo de la tragedia sea más bien el movere que el delectare es motivo corriente en los teóricos del tiempo. Si Milizia más moderadamente titula un capítulo de su tratado Deleyte e instrucción unidos, Luzán insiste sobre todo en el segundo aspecto, interpretando en clave moralística y pedagógica la catarsis aristotélica:
el ver en las tragedias cuántas inquietudes, cuántas miserias y pesares acarrea consigo una violenta pasión, un desordenado apetito, hará los oyentes más cuerdos y más moderados en sus afectos por el miedo de incurrir en semejantes desgracias11.


Arteaga hasta atribuye a la «imitación ideal» -estrictamente vinculada, como hemos visto, con la belleza ideal- la característica de poseer «más instrucción y moralidad que la imitación natural»12.
Se trata de una postura en que coinciden el pedagogismo clasicista y el didactismo ilustrado y que lleva consigo una concepción del teatro diferente de la usual: una concepción oratoria, justamente, en que el personaje, si por un lado es el soporte del mensaje que el autor le dirige al público, por el otro lo es del papel ejemplar que representa: del malvado, del tirano, del fiel vasallo, etc. En ambos casos, no posee una personalidad verdadera, siendo en fin algo como la extensión metonímica de un carácter o de la voz moralizadora del autor. Por consiguiente, su lenguaje (nuevamente hay que hacer referencia a este aspecto fundamental) no tiene ninguna relevancia peculiar: todos los personajes de la tragedia neoclásica hablan la misma lengua, alta, solemne y por supuesto metonímica, diferenciándose tan sólo por los contenidos referidos a la particular circunstancia en que se encuentran.
Con estos procedimientos, la tragedia se convierte en una función que esencialmente hay que oír, en que los actantes hablan mucho y actúan de manera muy parsimoniosa. Además, al hablar, no dialogan verdaderamente con los demás actantes presentes en la escena, ya que se dirigen esencialmente al público; el cual, como se conviene en una época de despotismo ilustrado, es un ente pasivo que se encuentra en la posición de discente respecto al actante, convertido en docente o, mejor dicho, en mediador de la enseñanza.
Ente pasivo, pues, pero no por eso menos importante, ya que el espectáculo se hace en función de él, para amaestrarle y limpiarle de las pasiones. Ya no se trata de «hablarle en necio» para corresponder a su demanda, sino de proporcionarle lo que, consciente o menos, necesita para su mejora espiritual. Por lo tanto, como es la motivación primera de la obra, lo es también, al menos parcialmente, de las normas que la rigen.
Luzán, después de justificar la unidad de la obra poética con la función pedagógica de la belleza («si el poeta quiere hacer bellos sus poemas, para que, por consiguiente, sean deleitables y útiles, habrá de darles esta variedad reducida a unidad; y cuanto se desviare de la unidad en sus versos, tanto les quitará de belleza y de perfección...»13), agrega como elemento fundamental en defensa de las unidades aristotélicas, la presencia del público:
en las tragedias y comedias está presente el auditorio a lo que se ejecuta, y ve con sus propios ojos los sucesos y las personas de la fábula como si desde una ventana estuviese mirando lo que pasa en una calle o plaza; con que, el mismo tiempo que ponen los actores en obrar, pone el auditorio en ver lo que obran, y un mismo período de tiempo es medida común, igual y cabal del obrar de los unos y del ver de los otros...14

Donde me parece notable, más allá de la sustancia de las argumentaciones que Luzán tiene en común con los demás tratadistas de abolengo aristotélico, el sentido de la medida común, igual y cabal, es decir del estrecho vínculo que une a actores y espectadores en una perfecta, ritmada sincronía. Huelga decir que consideraciones análogas expone Luzán a propósito de la unidad de lugar15.
Los aspectos ahora considerados tienen interesantes reflejos en la actuación escénica.
Por un lado, la preocupación por la unidad de lugar, junto con el escaso interés por el aspecto espectacular, lleva ante todo no sólo a una consiguiente inmovilidad escenográfica sino que también le quita mucha importancia al decorado, como se puede fácilmente intuir por las pocas y casi siempre muy escuetas acotaciones relativas al ambiente en que se desarrolla la fábula. Pero como hace falta que el espectador no se distraiga o se aburra en la contemplación de un decorado siempre idéntico y escasamente interesante en una función que privilegia el oído sobre la vista, se impone que los actores ocupen siempre todo el espacio de las tablas. Aconseja Antonio Rezano:
como si hay muchas personas, deben ocupar todo el ámbito del Theatro; con pocas, explayándose, hagan lo mismo, de forma que se enseñoreen de todo su espacio16.

De la misma manera, Montiano, en el prefacio a sus tragedias, avisa:
En que se halle siempre ocupado el Theatro puse la mayor atención17.

Pero lo más importante era que los actores diesen constantemente la cara al público, lo cual era lógico, siendo éste el verdadero destinatario del mensaje.
Nadie -comenta Enrique Funes- volvía la espalda ni el costado al público y, en habiendo algunos personajes en escena, no formaban grupos distintos, sino la media luna, con los cuernos hacia el auditorio tocando en los cubillos18.

Y nuevamente Rezano, después de recomendar una disposición de los actores que respetase las jerarquías sociales (lo que era otra forma de instruir a los espectadores), con el rey en medio, la dama a la izquierda de los ancianos etc., concluye:
todos los demás Actores ocuparán los lugares, y posiciones, de forma que no se oculten del Auditorio, esto es, que a vista de la Luneta, que es el frente del Theatro, descubran todos los Personages, sin que por muchos que haya en las salidas, quede ninguno oculto a la vista19.

La estaticidad que trasluce de esta preocupación por la Postura y ocupación de lugar (es el título del capítulo, o punto, de que se ha sacado la cita), indica a las claras la escasa importancia que adquiere la acción en este tipo de teatro. Lo cual resulta más evidente todavía de las líneas que, poco después, el autor le dedica al galán:
Debe ser asimismo la postura del Galán perfilada, de manera, que ni esté de lado al objeto que habla, ni tampoco al Auditorio, sino colocado en tal disposición, que sólo el juego de la cabeza, en un discurso parado, haga los movimientos20.

Claro está que en un espectáculo fundado esencialmente sobre la declamación, el «juego de la cabeza» es el único gesto verdaderamente significativo. Es un principio que encontramos rematado por José de Resma quien, después de criticar los excesivos movimientos del cuerpo, agrega:
vale más, quando alguno se halla embarazado por el vestido, inclinar solamente la cabeza, que es siempre lo más notable, y doblar muy flojamente el cuerpo21.

El tiempo no me permite ejemplificar. Pero quien se asome a cualquier tragedia neoclásica se da cuenta en seguida de que ciertos largos parlamentos, tan usuales, atestados de sentencias de valor universal, que el personaje, aunque sea refiriéndose a la circunstancia en que se halla, absorbe en la enunciación de grandes principios éticos, no persiguen otro fin que el de amaestrar al público y no, o muy débilmente, de mantener un diálogo con otro personaje ni, mucho menos, de hacer proceder la acción.
Por otro lado, las tragedias neoclásicas no casualmente nacen y se desarrollan en el mismo ambiente cultural que inventó los dramas unipersonales, que no son otra cosa que la exasperación de una tendencia a un diálogo sui generis que tenga como posible interlocutor solamente al público y donde el actante, de orador disfrazado, se convierte en orador declarado.
Antiteatralidad, pues, que sin embargo necesita un pequeño corolario. Si estas obras se alejan del teatro tradicional por subestimar la función dramática como espectáculo, por otro lado ostentan una fuerte y consciente dignidad literaria, en que el cuidado escrupuloso del estilo se prestaba a rescatar la dramaturgia española del descuido que caracterizara a los epígonos del barroco y otras manifestaciones contemporáneas como los dramas de Comella, el teatro sentimental y las comedias de magia.
Por otro lado, la presencia de estas piezas en el panorama teatral dieciochesco atestigua que el siglo no fue antiteatral sino que, por así decirlo, quiso repartir las tareas entre obras de intensa espectacularidad, «de gran espectáculo» se decía, todas proyectadas hacia el ver, y otras fuertemente literarizadas, desplazadas más bien hacia el oír.
Siglo analítico, reformador, experimentador, no creó la obra maestra, pero echó los cimientos de las geniales síntesis que ilustrarían las tablas con el advenimiento del teatro romántico y del teatro realista.

I.F.D. Borges

I.F.D. Borges
En la Escuela Normal funciona el Borges