sábado, 13 de febrero de 2010


Sobre los ideales neoclásicos y su realización escénica


Ermanno Caldera

Universidad de Génova



Muy agudo fue, como es notorio, el sentido estético en los cultores del neoclasicismo que del ideal de la belleza o, por decirlo más apropiadamente, de la belleza ideal, hicieron su aspiración constante, lo teorizaron, y hasta acuñaron el término que usamos todavía. Concepto frágil y huidizo, el de la belleza ideal, que sin embargo encontró un acuerdo sustancial entre los teorizadores, quienes insistieron sobre todo en las ideas básicas de perfección y unidad, que se reflejaron más directamente en las obras literarias.
Justamente en la perfección insiste Arteaga, para el cual la belleza ideal es el arquetipo o modelo mental de perfección que resulta en el espíritu del hombre después de haber comparado y reunido las perfecciones de los individuos1.


Se trata, como explica en seguida, de una belleza que rebasa los límites naturales, ya que se realiza en las obras de arte a través de la imitación, cuya idea, agrega, incluye necesariamente la de levantarse sobre la naturaleza ordinaria2.


Más analíticamente Luzán examina las varias «calidades» de la belleza, destacando la unidad, la regularidad y la proporción. Pero quizás la definición más adecuada se condense en las cuatro palabras de Kant -«edle Einfalt und stille Grîsse», es decir «noble sencillez y quieta grandeza»- que algún crítico considera como la clave interpretativa del movimiento3.
Es un ideal de belleza no sobrecargada como la barroca, pero solemne y estatuaria, que de la estatua tiene la imponente inmovilidad, y que se refleja de manera muy evidente ante todo en los personajes trágicos, todos perfectos y lineares, inmóviles en su fidelidad al papel que el autor les ha fijado, conforme al precepto de Luzán que en ellos requería la igualdad, esto es la constancia en sostener por todo el drama aquel mismo carácter o genio que el personado manifestó al principio4.


Pero todo en sumo grado, levantándose sobre la naturaleza ordinaria, como diría Arteaga, ya que la tragedia, afirmaba Francisco Milizia, es una imitación de la vida de los héroes, sujetos más que otros por razón de estado, a pasiones violentas y catástrofes.


Y el heroísmo es un acontecimiento, un valor, una generosidad superior a las de las almas vulgares y afecta tanto a los virtuosos como a los malvados:

Aún en el vicio cabe el heroísmo5.


Seres perfectos, deshumanizados, en los cuales se personifica esa belleza ideal que Winckelman discernía en el Apolo del Belvedere en el cual afirmaba que no había «nada mortal» y donde no se descubría «ningún indicio de las necesidades de la humanidad»6.
Claro está que esta ausencia no sólo de humanidad sino sobre todo de connotaciones en los personajes atestigua un escaso sentido de la teatralidad o, tal vez mejor se diga, la orientación hacia una teatralidad muy peculiar.
Es un teatro (sigo refiriéndome a las tragedias), que privilegia la estaticidad sobre el dinamismo, como confirma, por otro lado, su conformidad rigurosa con las famosas reglas de las unidades. Las cuales no derivan solamente de la lectura de la Poética aristotélica, sino que se vinculan también con el concepto de la belleza ideal, gracias sobre todo a sus componentes de unidad y proporción, como anota Luzán:
de estos mismos principios (sobre los cuales se funda la belleza) procede la bien ideada formación de todas sus (i. e. de la poesía) reglas particulares, como la unidad de acción, de tiempo y de lugar en las tragedias y comedias7.


Y lo confirma también la excepcional importancia atribuida al lenguaje, que por otro lado representa quizás el aspecto y el momento de mayor influencia de la idea neoclásica de la belleza.
Era el lenguaje justamente lo que los clasicistas dieciochescos con más ahínco censuraban en las obras, teatrales y no, del Siglo de Oro. Al cambiar de dinastía, al salir de su aislamiento cultural y al enfrentarse nuevamente con la cultura europea dominada por los ideales cartesianos de lo claro y distinto, España cambió también sus códigos ideológicos y lingüísticos; por consiguiente, rechazada toda la hinchazón culterana, adoptó, al menos en los niveles más cultos de su mundo literario, un lenguaje inspirado en esa sencilla nobleza que postulaba Kant.
En las tragedias, ese ideal se realizó a través de un compromiso entre un lenguaje de fondo coloquial y prosaico y los recursos de la retórica que intentaban realzarle para conseguir el tono solemne, o sublime, que requería la calidad de los personajes:
Como la tragedia no admite sino personas ilustres y grandes (...) -enseñaba Luzán- su estilo ha de ser alto, grave y sentencioso8.

Obedientes, los tragediógrafos aplican rigurosamente estos principios: todos, desde los pioneros García de la Huerta o Montiano y Luyando hasta los epígonos decimonónicos Martínez de la Rosa o Rivas9.
Y lo alto y grave consiguen a través de un lenguaje fuertemente metonímico. Es tanta la propensión hacia la figura retórica de la metonimia (en la cual incluyo también la sinécdoque) que una lectura de las piezas en esta clave ofrece resultados a veces impresionante por la cantidad de expresiones en que se usa la parte del cuerpo o algún sentimiento (alma, corazón, pecho, valor, dolor, constancia etc.) en sustitución de la persona o del pronombre personal: «tu corazón desmaya... deja a mi pena / que goce del alivio... Mis lágrimas ya se desprecian» son expresiones sacadas casi fortuitamente de la Raquel, y que constituyen sólo una mínima muestra de la presencia a veces obsesiva de este recurso.
Es lo sublime clasicista que, para usar la terminología jakobsoniana, reemplaza el campo barroco de la similitud, generador de metáforas, por el de la contigüidad: los vuelos de la fantasía poética por la solemnidad de la oratoria.
Y al mundo de la oratoria nos reconducen también las numerosas sentencias a que, conforme justamente al consejo de Luzán, recorren muy a menudo todas las piezas trágicas. No se olvide que las sentencias eran particularmente recomendadas por las retóricas antiguas como elemento muy idóneo para dar realce a la declamación oratoria; que para Aristóteles la sentencia correspondía, en la discusión oratoria, al silogismo de la lógica; que, en fin, Séneca Padre definía grandes cazadores de sentencias a los declamadores españoles de su tiempo10.
En efecto, la pieza trágica neoclásica se califica preferentemente como opus oratorium, en el cual las réplicas de los personajes cuentan mucho más por las enseñanzas que dirigen al público que al fin del desarrollo de la trama. Por otro lado, que el fin precipuo de la tragedia sea más bien el movere que el delectare es motivo corriente en los teóricos del tiempo. Si Milizia más moderadamente titula un capítulo de su tratado Deleyte e instrucción unidos, Luzán insiste sobre todo en el segundo aspecto, interpretando en clave moralística y pedagógica la catarsis aristotélica:
el ver en las tragedias cuántas inquietudes, cuántas miserias y pesares acarrea consigo una violenta pasión, un desordenado apetito, hará los oyentes más cuerdos y más moderados en sus afectos por el miedo de incurrir en semejantes desgracias11.


Arteaga hasta atribuye a la «imitación ideal» -estrictamente vinculada, como hemos visto, con la belleza ideal- la característica de poseer «más instrucción y moralidad que la imitación natural»12.
Se trata de una postura en que coinciden el pedagogismo clasicista y el didactismo ilustrado y que lleva consigo una concepción del teatro diferente de la usual: una concepción oratoria, justamente, en que el personaje, si por un lado es el soporte del mensaje que el autor le dirige al público, por el otro lo es del papel ejemplar que representa: del malvado, del tirano, del fiel vasallo, etc. En ambos casos, no posee una personalidad verdadera, siendo en fin algo como la extensión metonímica de un carácter o de la voz moralizadora del autor. Por consiguiente, su lenguaje (nuevamente hay que hacer referencia a este aspecto fundamental) no tiene ninguna relevancia peculiar: todos los personajes de la tragedia neoclásica hablan la misma lengua, alta, solemne y por supuesto metonímica, diferenciándose tan sólo por los contenidos referidos a la particular circunstancia en que se encuentran.
Con estos procedimientos, la tragedia se convierte en una función que esencialmente hay que oír, en que los actantes hablan mucho y actúan de manera muy parsimoniosa. Además, al hablar, no dialogan verdaderamente con los demás actantes presentes en la escena, ya que se dirigen esencialmente al público; el cual, como se conviene en una época de despotismo ilustrado, es un ente pasivo que se encuentra en la posición de discente respecto al actante, convertido en docente o, mejor dicho, en mediador de la enseñanza.
Ente pasivo, pues, pero no por eso menos importante, ya que el espectáculo se hace en función de él, para amaestrarle y limpiarle de las pasiones. Ya no se trata de «hablarle en necio» para corresponder a su demanda, sino de proporcionarle lo que, consciente o menos, necesita para su mejora espiritual. Por lo tanto, como es la motivación primera de la obra, lo es también, al menos parcialmente, de las normas que la rigen.
Luzán, después de justificar la unidad de la obra poética con la función pedagógica de la belleza («si el poeta quiere hacer bellos sus poemas, para que, por consiguiente, sean deleitables y útiles, habrá de darles esta variedad reducida a unidad; y cuanto se desviare de la unidad en sus versos, tanto les quitará de belleza y de perfección...»13), agrega como elemento fundamental en defensa de las unidades aristotélicas, la presencia del público:
en las tragedias y comedias está presente el auditorio a lo que se ejecuta, y ve con sus propios ojos los sucesos y las personas de la fábula como si desde una ventana estuviese mirando lo que pasa en una calle o plaza; con que, el mismo tiempo que ponen los actores en obrar, pone el auditorio en ver lo que obran, y un mismo período de tiempo es medida común, igual y cabal del obrar de los unos y del ver de los otros...14

Donde me parece notable, más allá de la sustancia de las argumentaciones que Luzán tiene en común con los demás tratadistas de abolengo aristotélico, el sentido de la medida común, igual y cabal, es decir del estrecho vínculo que une a actores y espectadores en una perfecta, ritmada sincronía. Huelga decir que consideraciones análogas expone Luzán a propósito de la unidad de lugar15.
Los aspectos ahora considerados tienen interesantes reflejos en la actuación escénica.
Por un lado, la preocupación por la unidad de lugar, junto con el escaso interés por el aspecto espectacular, lleva ante todo no sólo a una consiguiente inmovilidad escenográfica sino que también le quita mucha importancia al decorado, como se puede fácilmente intuir por las pocas y casi siempre muy escuetas acotaciones relativas al ambiente en que se desarrolla la fábula. Pero como hace falta que el espectador no se distraiga o se aburra en la contemplación de un decorado siempre idéntico y escasamente interesante en una función que privilegia el oído sobre la vista, se impone que los actores ocupen siempre todo el espacio de las tablas. Aconseja Antonio Rezano:
como si hay muchas personas, deben ocupar todo el ámbito del Theatro; con pocas, explayándose, hagan lo mismo, de forma que se enseñoreen de todo su espacio16.

De la misma manera, Montiano, en el prefacio a sus tragedias, avisa:
En que se halle siempre ocupado el Theatro puse la mayor atención17.

Pero lo más importante era que los actores diesen constantemente la cara al público, lo cual era lógico, siendo éste el verdadero destinatario del mensaje.
Nadie -comenta Enrique Funes- volvía la espalda ni el costado al público y, en habiendo algunos personajes en escena, no formaban grupos distintos, sino la media luna, con los cuernos hacia el auditorio tocando en los cubillos18.

Y nuevamente Rezano, después de recomendar una disposición de los actores que respetase las jerarquías sociales (lo que era otra forma de instruir a los espectadores), con el rey en medio, la dama a la izquierda de los ancianos etc., concluye:
todos los demás Actores ocuparán los lugares, y posiciones, de forma que no se oculten del Auditorio, esto es, que a vista de la Luneta, que es el frente del Theatro, descubran todos los Personages, sin que por muchos que haya en las salidas, quede ninguno oculto a la vista19.

La estaticidad que trasluce de esta preocupación por la Postura y ocupación de lugar (es el título del capítulo, o punto, de que se ha sacado la cita), indica a las claras la escasa importancia que adquiere la acción en este tipo de teatro. Lo cual resulta más evidente todavía de las líneas que, poco después, el autor le dedica al galán:
Debe ser asimismo la postura del Galán perfilada, de manera, que ni esté de lado al objeto que habla, ni tampoco al Auditorio, sino colocado en tal disposición, que sólo el juego de la cabeza, en un discurso parado, haga los movimientos20.

Claro está que en un espectáculo fundado esencialmente sobre la declamación, el «juego de la cabeza» es el único gesto verdaderamente significativo. Es un principio que encontramos rematado por José de Resma quien, después de criticar los excesivos movimientos del cuerpo, agrega:
vale más, quando alguno se halla embarazado por el vestido, inclinar solamente la cabeza, que es siempre lo más notable, y doblar muy flojamente el cuerpo21.

El tiempo no me permite ejemplificar. Pero quien se asome a cualquier tragedia neoclásica se da cuenta en seguida de que ciertos largos parlamentos, tan usuales, atestados de sentencias de valor universal, que el personaje, aunque sea refiriéndose a la circunstancia en que se halla, absorbe en la enunciación de grandes principios éticos, no persiguen otro fin que el de amaestrar al público y no, o muy débilmente, de mantener un diálogo con otro personaje ni, mucho menos, de hacer proceder la acción.
Por otro lado, las tragedias neoclásicas no casualmente nacen y se desarrollan en el mismo ambiente cultural que inventó los dramas unipersonales, que no son otra cosa que la exasperación de una tendencia a un diálogo sui generis que tenga como posible interlocutor solamente al público y donde el actante, de orador disfrazado, se convierte en orador declarado.
Antiteatralidad, pues, que sin embargo necesita un pequeño corolario. Si estas obras se alejan del teatro tradicional por subestimar la función dramática como espectáculo, por otro lado ostentan una fuerte y consciente dignidad literaria, en que el cuidado escrupuloso del estilo se prestaba a rescatar la dramaturgia española del descuido que caracterizara a los epígonos del barroco y otras manifestaciones contemporáneas como los dramas de Comella, el teatro sentimental y las comedias de magia.
Por otro lado, la presencia de estas piezas en el panorama teatral dieciochesco atestigua que el siglo no fue antiteatral sino que, por así decirlo, quiso repartir las tareas entre obras de intensa espectacularidad, «de gran espectáculo» se decía, todas proyectadas hacia el ver, y otras fuertemente literarizadas, desplazadas más bien hacia el oír.
Siglo analítico, reformador, experimentador, no creó la obra maestra, pero echó los cimientos de las geniales síntesis que ilustrarían las tablas con el advenimiento del teatro romántico y del teatro realista.

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