domingo, 11 de abril de 2010

Nueve Ensayos Dantescos - Borges


Borges y la ética del lector inocente

Alberto Giordano

(Sobre los Nueve ensayos dantescos)


Un ensayo puede ser -según una intuición de Roland Barthes- un registro de las ocasiones en las que un lector, “tocado” de alguna forma por lo que lee, se ve obligado a levantar la cabeza, a apartar la vista del texto que tiene frente a sí para suspenderla en el vacío, dejando a su inteligencia y a su sensibilidad dispuestas para el encuentro con las ideas que ese texto le dio que pensar. Este método de composición es, sin dudas, el que siguió Borges para escribir sus Nueve ensayos dantescos. Sin su talento, pero con el mismo afán de consignar nuestra experiencia de lectores, nos servimos de ese mismo “método” para reunir en este trabajo una serie de notas que corresponden a otros tantos momentos en los que los ensayos borgesianos sobre la Comedia nos obligaron a distraernos de la lectura para atender a nuestro deseo de escribir 1.

La primera ocasión de desvío, en la que nuestra atención abandonó, momentáneamente, el discurrir de la prosa borgesiana, la encontramos al comienzo del primer ensayo, “El noble castillo del canto cuarto”. Borges introduce su comentario a través de un procedimiento narrativo, ajeno a la retórica de la exégesis literaria. “Noches pasadas -escribe-, en un andén de Constitución, recordé bruscamente un caso perfecto de uncanniness (siniestro), de horror tranquilo y silencioso, en la entrada misma de la Comedia” (347)2. Por una parte, por lo gratuito de la referencia anecdótica e imprecisa a “una noche pasada” y a “un andén de Constitución”, este “incipit” parece indicarnos que no nos encontramos frente a un texto de crítica convencional, que el que está frente a nosotros es otra cosa (algo más o algo menos -el lector deberá, si lo desea, dilucidar la cuestión-) que un “texto de saber”. Por otra parte, en este comienzo semejante al de un relato, se nos dice que el comentario fue desencadenado por un recuerdo brusco, es decir, que Borges se encuentra con la Comedia, antes de ir en su búsqueda, cuando experimenta, involuntariamente, la atracción inquietante de lo siniestro que ocurre en el canto cuarto.

Esta digresión narrativa nos informa que la decisión de escribir sobre la Comedia no precede a su relectura, sino que es suscitada por una de sus modalidades más intensas: el recuerdo. La posición del ensayista, fundada en su decisión de escribir (que es siempre una decisión ética), excede las demandas que interpelan a la crítica y a las que ella no puede dejar de responder. El ensayista no escribe, en principio, para entrar en el juego de las interpretaciones contrapuestas que buscan cimentar el prestigio (o el descrédito) de una obra, sino por una razón más “íntima” (el término es de Borges, lo encontramos en los Ensayos dantescos y sobre él volveremos más adelante): para explicarse, es decir, para conjeturar e incluso inventar, los motivos de la misteriosa atracción que una obra ejerce sobre él.

Este primer detalle circunstancial nos devolvió al Prólogo del libro, en el que Borges habla, precisamente, del valor de los detalles circunstanciales. En ese Prólogo (343) se nos anticipa que el ensayo de lectura al que vamos a asistir es obra de un “lector inocente” (un lector “amateur”, en los términos de Barthes), que presta atención no a lo que la Comedia tiene de “universal”, “sublime” o “grandioso”, es decir, a aquello en lo que debemos detenernos según los imperativos de la tradición, sino a su “variada y afortunada invención de rasgos precisos”, de “pormenores”. Borges no se interesa por la articulación de las grandes secuencias simbólicas (los periplos míticos o místicos), ni por las intrincadas combinaciones de temas y motivos, ni por los abigarrados conjuntos de personajes. En todo caso, si los tiene en cuenta, es sólo como contextos de aparición, de emergencia de un detalle, pero no para someter el detalle a la ley del contexto (que prescribe reducir lo singular a lo particular, lo curioso a lo representativo), sino para hacer más sensible la fuerza de irreductibilidad que anima a todo detalle, su poder de desprenderse de lo que lo condiciona. (En éstos, como en otros muchos ensayos, Borges intenta realizar la utopía literaria del detalle absoluto, de la consumición de los contextos.) Ensayo por ensayo, ésta es la nómina de los objetos dantescos que atraen y desencadenan la lectura de Borges: una “discordia” casi imperceptible en la construcción poética del castillo que aparece en el canto IV del Infierno; la incertidumbre, cifrada en un verso del Infierno, acerca del canibalismo que Ugolino della Gherardesca habría ejercido sobre sus hijos; el enigmático relato del último viaje de Ulises, una mera digresión ornamental para los comentaristas especializados; la paradójica compasión con la que Dante escucha el relato de Francesca, condenada al Infierno por la voluntad moral del propio Dante; la aparición del nombre de Beda en la “corona de doce espíritus” que Dante encuentra en el canto X del Paraíso; una curiosa metáfora autorreferencial que ocupa el espacio de un único verso; un monstruo imaginario, un ser compuesto por la adición de otros seres; dos “anomalías” en la representación gloriosa de Beatriz cuando Dante la encuentra al entrar al Paraíso; la inquietante sonrisa de Beatriz al desaparecer definitivamente de la vista de Dante.

Cada uno de los Ensayos dantescos puede ser considerado como una suerte de nota al pie de página escrita por Borges a partir de una curiosidad de la Comedia. Pero esta práctica de la notación marginal no debe confundirse con los afanes de la crítica erudita. Las notas de Borges quieren ser algo más que un añadido a la monumental bibliografía crítica, algo más que un aporte personal a la infatigable glosa que acompaña, desde hace siglos, la lectura del poema. Por un desplazamiento en el que se define la singularidad de su escritura ensayística, Borges apunta desde los márgenes a lo esencial de la Comedia: no a su centro, sino, precisamente, a su descentramiento infinito. Cada detalle vale para Borges por todo el poema, pero no porque lo represente, porque dé una versión microscópica de su grandiosidad, sino porque en su lectura se pueden experimentar todas las potencias de conmoción y de goce de las que el poema es capaz. Si cada pormenor vale por la totalidad de la Comedia es porque esa totalidad verbal se ha convertido en un objeto amoroso y, como se sabe, basta con un rasgo de la persona amada, incluso menos: con su recuerdo, para experimentar todo lo que puede la pasión. El recorrido que traza la lectura de Borges va, según dijimos, desde los márgenes de la obra hacia lo esencial: su descentramiento. Es otro modo de decir que despojando a la Comedia de su grandiosidad y su sublimidad y convirtiéndola en una “antología casual” (365) de circunstancias felices o conmovedoras, siempre inauditas, Borges devuelve al poema de Dante su condición de clásico, es decir, de texto “capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones”3.

Desatendiendo las exigencias de la tradición, desobedeciendo los mandatos de la exégesis alegórica -que propone interpretaciones “frígidas”, “míseros esquemas” (372) que disuelven cualquier rareza en los clichés de algún sentido trascendental-, Borges anticipa desde el Prólogo a los Nueve ensayos dantescos que actuará como un lector argentino, es decir, como un lector “irreverente”4, que se apropia sin supersticiones de la tradición y que, en lugar de rendirle culto, juega -en el sentido más serio del término- con ella. Por eso, en el momento de escribir lo que le da a pensar cada detalle, preferirá, antes que plegarse al coro de los que afirman la monumentalidad de la Comedia (y decretan, por un exceso de respeto, la imposibilidad de su lectura), afirmarse a sí mismo, en cada acto de lectura, como un polo de atracciones y rechazos circunstanciales. Borges sabe que sin permitirse los placeres y los riesgos de la lectura irreverente, la vida del poema Bque se mide en términos de transformación y no de permanencia- corre peligro: peligro de extinguirse bajo el peso asfixiante de los inconmovibles valores culturales que se la obliga a encarnar.

Los detalles que la lectura localiza, entre la invención y el reconocimiento, como factores de tensión con cualquier contexto (literario, histórico, dogmático), significan en todos los casos la irrupción, discreta pero contundente, de un suplemento en relación con lo que ya fue leído (el trabajo de exégesis realizado por generaciones de autoridades críticas, a las que Borges hace referencia constante en sus ensayos, como para mostrar que no las ignora sino que, para poder leer -para poder experimentar un vínculo singular que reavive al poema- necesita desconocerlas, desautorizarlas).

El lector “advertido”, el que ya sabe, antes de que la lectura ocurra, qué debe leer, se aplica al desciframiento de los diferentes sentidos que entraña la estructura alegórica del poema. Su consigna es acabar con la ambigüedad: enumerar y nombrar sin faltas los sentidos. Otro es el ejercicio del lector inocente, del que se aventura en su experiencia de la Comedia. Así, en el ensayo titulado “El falso problema de Ugolino”, Borges se detiene en un verso, el número 75 del penúltimo canto del Infierno, para confrontarse con un problema tradicional de la exégesis dantesca que “parte -según él lo entiende- de una confusión entre el arte y la realidad” (351). Después de recordar lo que sobre el “problema” en cuestión (¿Ugolino devoró o no a sus hijos?) han dicho las autoridades críticas, después de ensayar, con prolijidad pero sin demasiada convicción, una respuesta que atiende al contexto histórico (“real”), Borges se sitúa en la perspectiva literaria:

El problema histórico de si Ugolino della Gherardesca ejerció en los primeros días de febrero de 1289 el canibalismo es insoluble. El problema estético o literario es de muy otra índole. Cabe enunciarlo así: ¿Quiso Dante que pensáramos que Ugolino (el Ugolino de su Infierno, no el de la historia) comió la carne de sus hijos? Yo arriesgaría la respuesta: Dante no ha querido que lo pensemos, pero sí que lo sospechemos. La incertidumbre es parte de su designio. (352)
En la suspensión de los sentidos alegóricos que suscita la atracción del detalle, Borges experimenta la más potente fuerza literaria: la de la incertidumbre. “Negar o afirmar el monstruoso delito de Ugolino [en este juego de alternativas contrapuestas, de decisiones sin resto, se agotan los exégetas] es menos tremendo que vislumbrarlo” (353). “Ugolino concluye Borges, de una manera espléndida- devora y no devora los amados cadáveres, y esa ondulante imprecisión, esa incertidumbre, es la extraña materia de que está hecho”.

La Comedia, viene a decirnos Borges, está hecha menos de una rigurosa trama de sentidos superpuestos, que de su inesperada vacilación. Por eso, a la pregunta que propone el verso examinado su lectura da una respuesta justa, una respuesta que no anula sino que preserva la potencia de incertidumbre que es la vida de la obra. En lugar de descifrar, de decidirse por éste o aquel sentido, Borges deja -para un lector por venir- la búsqueda abierta.

La incertidumbre es ambigüedad, pero irreductible: ambigüedad que no quiere ser reducida, tensión que no quiere apaciguarse. Por eso la incertidumbre es un valor para la ética borgesiana, para la ética del ensayista, porque a la vez que su afirmación cumple una función crítica (cuestiona las certidumbres que se impusieron como evidencias, inquieta la cristalización de las experiencias estéticas en valores culturales), por esa misma afirmación de lo incierto se establecen las condiciones para el goce literario y para el ejercicio de una inusual forma de la inteligencia, la que consiste en la capacidad de formular un problema como tal, sin dar por presupuesta su resolución, extremando su potencia problematizante.

Sin la incertidumbre, que era “el designio de Dante”, el lector no podría “sospechar” o “vislumbrar” el canibalismo de Ugolino, simplemente lo negaría o lo aceptaría, no podría experimentar lo estético en su desborde respecto de lo real-histórico: “la inminencia de una revelación, que no se produce”5 y que, porque no se produce, todavía -y para siempre-atrae imperiosamente. Sin el recurso a la incertidumbre, a la suspensión del sentido, no se podría enunciar una conjetura que, como la que ensaya Borges para explicar la “discordia” entre la voluntad de condenar a Francesca y la compasión que despierta el relato de su culpa, responda a la naturaleza paradójica del problema: no sólo no lo resuelva, sino que lo plantee, del modo más enérgico posible, como irresoluble.

Dante comprende y no perdona; tal es la paradoja indisoluble. Yo tengo para mí que la resolvió más allá de la lógica [es decir, en los dominios inciertos de la literatura]. Sintió (no comprendió) que los actos del hombre son necesarios y que asimismo es necesaria la eternidad, de bienaventuranza o de perdición, que éstos le acarrean. (359)

Borges se interesa por aquellos incidentes que conspiran contra la coherencia semántica de la Comedia, por aquellos pormenores que aparecen bajo la forma de “discordias”, “anomalías”, “ambigüedades” y “paradojas”. Cada uno de estos modos de figuración, de aparición del sentido como radicalmente incierto (vacilante, en suspenso, desdoblado) nos dice claramente que la incertidumbre no es una forma de ser del sentido, que no está dada en las profundidades semánticas o en la superficie estilística del texto, sino que ocurre, como un devenir que arrastra simultáneamente al texto y a su lector. La incertidumbre no es un estado de indefinición del sentido, sino el devenir-indefinido de cierto sentido: un acontecimiento que ocurre en ciertos detalles de un texto (localizándolos como detalles inquietantes) cuando el lector se encuentra allí a sí mismo, como sujeto de una interrogación o una sospecha cuya resolución no termina de producirse, encontrándose con el texto convertido en objeto de goce: en un texto que entredice sólo para él un suplemento de sentido indecible. Sin el designio incierto que anima su voluntad de lector apasionado e impertinente, Borges no podría señalar (y hacer sensible para nosotros, sus lectores) la incertidumbre que era “el designio de Dante” al escribir algunos momentos de su poema.

Desde esta perspectiva de la incertidumbre como acontecimiento (y no como estado) del sentido, se puede formular una doble versión (una doble valoración) del oxímoron borgesiano. “Horror tranquilo” (347); “verdugo piadoso” (357); “pesadillas de deleite” (373); “intolerable beatitud”. Como ocurre con muchos textos de Borges, los Nueve ensayos dantescos son ricos en esta clase de figuras que los manuales de retórica se obstinan en describir como “una variante especial de la antítesis de palabras aisladas” en la que, como en toda figura de bipartición, “las dos partes están en oposición una con otra y se mantienen unidas por la totalidad del todo” (Lausberg 37). La primera versión del oxímoron es la de la retórica clásica, que lo considera un lugar cerrado en el que conviven en reposo sentidos contrapuestos. Esta versión contribuye a cimentar la imagen de Borges como un autor fascinado por los esquemas binarios, las estructuras simétricas, la coincidencia de los opuestos. Cuando la confrontamos con nuestra experiencia de lectores borgesianos, con los modos en que la escritura de los Ensayos dantescos afecta nuestra sensibilidad, esta versión del oxímoron nos resulta, aunque irreprochable, carente de fuerza y de interés: “frígida”. Nada dice ni transmite del vértigo sutil que instalan en nuestro pensamiento esas figuras extrañas.

La otra versión atiende menos a la presencia antagónica de los términos que al intervalo que los une y los separa, al intersticio que une separando, que aproxima manteniendo a distancia y que es la fuente inagotable de la tensión semántica. Para esta otra versión, el oxímoron no es un lugar de convivencia (aunque se trate de la convivencia de opuestos), sino un sitio inhabitable por el que los sentidos pasan sin establecerse (ni siquiera como opuestos), atrayéndose a fuerza de diversidad. Menos que una figura en la que se expresa el estilo de un autor, el oxímoron es, desde este punto de vista, uno de los modos de aparición del cuerpo incierto, gozoso, del autor y del lector en los márgenes inesperados de un texto. Borges escribe “intolerable beatitud”, para referirse a la impresión que sufría Dante cuando se creía atravesado por la mirada de su amada, y esta reunión de afectos inaproximables es seguramente la forma justa de hacer aparecer, en su lectura de “los versos más patéticos que la literatura ha alcanzado” (372), el secreto del desgarramiento amoroso del poeta6. Para nosotros, lectores del ensayo borgesiano, “intolerable beatitud” dice, del modo más intenso que podamos imaginar, la monstruosa y fascinante condición de las personas que, por un capricho del azar, se convirtieron para alguien en objeto de amor: aparecen como íntimamente distantes.

En el párrafo final del ensayo titulado, lacónicamente, “Purgatorio, I, 13”, Borges recuerda un verso de Milton (“la más hermosa de sus hijas, Eva”), que probablemente no venga al caso, y a propósito de él escribe: “para la razón, el verso es absurdo; para la imaginación, tal vez no lo sea” (365). Lo primero que nos interesa subrayar en este gesto borgesiano es la adopción de un criterio para valorar las ocurrencias literarias heterogéneo al del sentido común. Lo que no sirve para la razón (o, en otros ensayos, para la lógica o, simplemente, para la realidad), puede servir para la literatura, que es esencialmente un ejercicio imaginativo, no porque en ella la razón no cumpla ningún papel, sino porque, cualquiera sea el papel que cumpla, lo hace bajo el dominio del deseo de imaginar. Borges propone una lectura imaginativa de la Comedia que no reniega de las estrategias de la razón pero que las subordina a la voluntad incierta de imaginar, para ampliar su campo de experimentación o para imprimirle mayor intensidad a sus fuerzas.

Lo segundo que nos interesa señalar -y ya está implícito en lo primero- es que el gesto de Borges no supone únicamente la afirmación de un valor contra otro, sino fundamentalmente una transformación en la perspectiva de valoración. Borges no juzga la eficacia de los versos de Dante (o de Milton, o de Góngora, o de Byron) según criterios morales -observando los valores de la moral histórica, de la moral filológica, de la moral doctrinaria-, sino que la experimenta desde un punto de vista ético. Los versos valen no por su carácter representativo, sus rigores lógicos o su perfección estilística, sino porque afectan de un modo conveniente la subjetividad del lector: porque lo mueven a imaginar, a inventar, a escribir. Contra las supersticiones morales, que apartan al lector de lo que puede, por una ética de la lectura inocente. Esta es la consigna que afirman, casi identifica, simplemente, a Beatriz con una encarnación beatífica de la gracia, olvidando que ella también fue, que antes que nada fue una mujer que no correspondió el amor de Dante, que lo ignoró e incluso llegó a burlarse de él.

La diferencia entre lo que puede una lectura fundada en criterios morales y lo que puede una lectura que se despliega respondiendo a una afirmación ética queda formulada de un modo inequívoco en el primero de los Nueve ensayos dantescos, cuando Borges evalúa, alternativamente, las “razones técnicas” y las “razones íntimas” que explican algunas anomalías en la construcción del “noble castillo del Canto IV” de la Comedia. En la formulación de las razones técnicas confluyen el examen de motivaciones históricas, doctrinarias y de composición poética. Las razones íntimas, en cambio, remiten según Borges a motivaciones “de índole personal” (350). Si en el ominoso castillo que habitan Homero, Horacio, Ovidio y otras muchas autoridades poéticas y filosóficas de la antigüedad pagana, la imaginación de Dante mezcló nobleza y horror, es porque los grandes poetas de la antigüedad, que viven olvidados de Dios, sumidos en un “anhelo sin esperanza” (348), son según Borges, figuraciones del propio Dante (del autor del poema, no del protagonista), que se sabía un maestro en el arte de las letras, como ellos, y que vivía como ellos en el infierno porque lo olvidaba Beatriz.
Borges vuelve a conjeturar una razón íntima cuando intenta justificar la interpolación, en la trama de la Comedia, del relato del último viaje de Ulises. La razón íntima supone también en este caso la consideración de Dante como autor. Aunque el relato del insensato viaje de Ulises a los confines del mundo no está suficientemente motivado por las leyes compositivas del poema, su inclusión, acaso innecesaria, fue para Dan-te inevitable: en la aventura final de Odiseo encontró, según Borges, una proyección de su propia aventura poética, tan “ardua”, “arriesgada” y “fatal” (355) como la del héroe homérico.

Las razones íntimas propuestas por Borges para explicar la existencia de ciertas anomalías técnicas y compositivas en la Comedia no son presentadas como objetos de reconocimiento y demostración (no hace falta solicitar el acuerdo de otros lectores para enunciarlas), sino de imaginación y conjetura. No son las razones más verdaderas o más creíbles, según las reglas de verosimilitud establecidas por un determinado consenso crítico, sino, simplemente, las más convenientes, y esto porque no se trata de razones que Borges buscó trabajosamente, forzando su ingenio, sino de razones que encontró misteriosamente envueltas en los detalles que, por un designio incierto, distrajeron su atención. Son objetos de fascinación. Borges presiente la sombra de Dante proyectándose discretamente sobre sus criaturas; imagina a Dante, su pasión por una mujer y por las letras, en las faltas de motivación o en las discordias que dan a su invención un aura incierta. Las razones íntimas, imprevistas e improbables, son las más convenientes porque le permiten a Borges proyectar en secreto sobre sus argumentaciones críticas su propia sensibilidad poética y amorosa.

El lector inocente es, según vimos, un lector impertinente, un lector lo suficientemente audaz como para reconocer, y no sólo reconocer sino también apreciar, las fallas que mantienen vivos a los monumentos culturales. Es lo que hace Borges en el ensayo titulado “El encuentro en sueño”. Borges se detiene esta vez en dos anomalías presentes (que su lectura hace presentes) en la Comedia: la procesión que acompaña a Beatriz, que Dante quiso que fuera bella, “es de una complicada fealdad” (370); la actitud de Beatriz, durante el encuentro con Dante, no es de beatitud sino de severidad. Para explicarse la existencia de estas dos anomalías, que él supone “derivan de un origen común” (371), Borges recurre a una conjetura “poética”. Dante escribe la Comedia como quien sueña, para realizar un deseo: volverse a encontrar con Beatriz, y le ocurre “entonces lo que suele ocurrir en los sueños, manchándolo [al encuentro deseado] de tristes estorbos” (371). La perspectiva “poética” que adopta Borges para ensayar su conjetura, aligerada de los aplastantes sentidos alegóricos, le permite establecer con el poema de Dante un vínculo más íntimo y más intenso que el de los lectores tradicionales: un vínculo en el que se revela lo obvio (eso que terminan por olvidar los amantes de las “profundidades” del sentido): que la Comedia es, esencialmente, una historia de amor.

Que el lector más inocente puede llegar a ser, a fuerza de inocencia, es decir, de descreimiento en la tradición, el lector más soberbio, lo demuestra Borges en el último ensayo de su libro, “La última sonrisa de Beatriz”. “Mi propósito -declara Borges, sin ahorrarse gravedad y contundencia- es comentar los versos más patéticos que la literatura ha alcanzado. Los incluye el Canto XXXI del Paraíso y, aunque famosos, nadie parece haber discernido el pesar que hay en ellos, nadie los escuchó enteramente” (372).

Después de citar la estrofa que incluye la sonrisa de Beatriz y de recordar (y menospreciar por “no menos intachable que frígida”) la interpretación que dieron de ella los alegoristas (esa sonrisa es un símbolo de aquiescencia), Borges propone -esta vez con un énfasis mayor que en otras ocasiones- un desvío que toma la forma de una “sospecha”. Borges sospecha que Dante escribió la Comedia para recuperar, al menos por un momento, a Beatriz, y que, como ocurre cuando un desdichado imagina la dicha, algo “deja entrever el horror que ocultan esas venturosas ficciones” (373). Eso que deja entrever el horror, eso atroz, que es más atroz porque ocurre en el Paraíso, eso siniestro, es lo que el lector inocente percibe (inventa): las circunstancias atroces de la desaparición de Beatriz, la fugacidad de su sonrisa y de su mirada, el desvío eterno de su rostro. Después de recordarnos lo obvio, el lector inocente nos enfrenta a lo inaudito: ¿quién hubiese esperado la irrupción de lo siniestro en el Paraíso? Es tan extraña y perturbadora como la presencia de un amor eterno, imposible de no admirar, de no desear, en el Infierno 7.

Cuando concluimos la lectura de los Nueve ensayos dantescos, nuestro pensamiento queda detenido ante una imagen final en la que se envuelven todas las imágenes que lo atrajeron: la Comedia es, esencialmente, la historia de un desencuentro que la obstinación del enamorado vuelve infinito: la historia del eterno alejamiento de Beatriz, siempre esquiva, siempre distante por la fuerza de un amor sublime e insensato, cautivo de su desaparición.

Alberto Giordano
Universidad de Rosario

Bibliografía

Borges, Jorge Luis. Obras Completas. 4 vols. Barcelona: Emecé, 1989-1996.
Giordano, Alberto. Modos del ensayo. Jorge Luis Borges y Oscar Masotta. Rosario: Beatriz Viterbo, 1991.
Lausberg, Heinrich. Manual de retórica literaria. Madrid: Gredos, 1983.

Notas:

1 Estas notas son una “secuela” de los trabajos sobre la escritura ensayística de Borges reunidos en mi libro Modos del ensayo. Jorge Luis Borges y Oscar Masotta. En este sentido, se refieren casi con exclusividad a los gestos de lectura y a la perspectiva ética que definen algunas de las modalidades del ensayo borgesiano.
2 Las indicaciones de página entre paréntesis remiten, en todos los casos, a Jorge Luis Borges: Nueve ensayos dantescos, OC 3.
3 “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)”, El Aleph, OC 1: 561.
4 Cf. “El escritor argentino y la tradición”, Discusión, OC 1: 273.
5 “La muralla y los libros”, Otras inquisiciones, OC 1: 635.
6 Y de suspender la eficacia de una de las interpretaciones más aceptadas: la que siempre indirectamente, los Ensayos dantescos. Y es en esa afirmación, más que en el ejercicio de una retórica impresionista y digresiva, donde se establece la diferencia radical entre los ensayos borgesianos y cualquier modalidad de la crítica (hermenéutica, filológica, estilística, filosófica).
7 Un amor como el que une para siempre a Paolo y Francesca, esos “dos amantes que el Alighieri soñó en el huracán del segundo círculo y que son emblemas oscuros, aunque él no lo entendiera o no lo quisiera, de esa dicha que no logró” (371).

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