Alonso Zamora Vicente
I. Rasgos generales de la novela picaresca
En 1554 y en varios sitios a la vez, se publicó un breve libro que estaba destinado a revolucionar todo el arte de la novelística europea y con el que podemos afirmar rotundamente que nace para el hombre occidental la novela moderna. Ese libro se llamó Vida de Lázaro de Tormes, de sus fortunas y adversidades. Apareció en Burgos, Amberes y Alcalá de Henares, lo que ha planteado graves problemas bibliográficos, ya que se piensa (hipotéticamente, puesto que nadie la ha alcanzado a ver) que existió una edición anterior, de 1553, de la que procederían estas tres simultáneas. Ese libro, corto, matizado de una serie de audacias hasta entonces desconocidas del mundo literario, es la primera novela picaresca, nombre con que se viene designando, tradicionalmente, una determinada peculiaridad artística, considerada, a la vez, como muy representativa de la literatura y el espíritu españoles.
Efectivamente, con el Lazarillo nace una nueva actitud frente al arte. Es un libro nuevo en lo que se refiere a su estructura y a su forma externa, pero aún lo es más por lo que atañe al espíritu que lo informa. Situado dentro de una corriente que podríamos llamar general, usada por todos los países (el motivo artístico basado en el desheredado, el vagabundo, el hampón), solamente en España alcanza un desarrollo literario universal, lejos de la anécdota. En todas partes ese motivo se queda en la corteza, como risa o burla. En España, penetra en el hondón de la realidad vital, y se convierte en una resonancia humana de la más depurada calidad. Intentemos poco a poco ir poniendo orden en esa masa literaria.
La novela picaresca tiene como personaje central al pícaro. El primer problema que nos asalta es la historia y etimología de la palabra pícaro, que, por cierto, ha resistido muy tozudamente a todos los intentos de aclaración. La voz ha aparecido por vez primera en textos de hacia 1541 y 1547. La interpretación más antigua la pone en relación con el latín pica, según la cual la palabra pícaro tendría el sentido de «miserable», ya que los romanos sujetaban a sus prisioneros atándolos, para ser vendidos como esclavos, a una pica o lanza clavada en el suelo. Se ha pensado también en la raíz pic, de picus, con el valor de «picar», donde la palabra adquiere el significado de «abrirse algo el camino a golpes, con esfuerzo», y desde ahí evolucionaría a indicar «el mendigo, el ladrón, el desharrapado». Y no está nada lejos el relacionarla con otras diversas acepciones de picar, bien sea por los pícaros de cocina, que picaban la carne o los aderezos oportunos (algo como hoy los pinches), o bien trabajaban sin sueldo ni tarea fijos en las cocinas y picaban para sustentarse en las comidas. Existen, sin embargo, testimonios anteriores que reflejan cumplidamente que el pícaro se ocupa en otros quehaceres diversos, y no exclusivamente en la cocina. Ya Covarrubias aventura que pícaro podía ponerse en relación con Picardía, ya que de allá emigraban muchos que siempre fueron gentes pobres. La pícara Justina, en efecto, habla de un sastre de aquella tierra que reunió una fortunita pordioseando en las romerías y en fingidas peregrinaciones a Compostela. También de los soldados desertores se dijo que vestían a lo picard, es decir: en el colmo del andrajo y la suciedad. Hay también quien ha propuesto relacionar pícaro con bigardo, begardo, «vago, vicioso». La antigua acentuación picáro parece apoyar este origen, pero, de todos modos, las explicaciones propuestas dejan muchas dificultades por resolver. Lo cierto es que pícaro se llamó al héroe de este tipo de novelas, e incluso, como veremos luego más despacio, el personaje central de alguna de ellas, Guzmán de Alfarache, fue llamado el Pícaro por antonomasia, exclusivizándose y eliminando todo otro posible título: en los registros de libros que iban a América, El Pícaro designa siempre la obra de Mateo Alemán, a pesar de que la palabra no figuró en el título de la primera edición. Tampoco en el Lazarillo sale la voz ni una sola vez.
Claro está que dentro de un género literario que dura largo tiempo en fértil producción, el tipo ha de evolucionar. El pícaro inicial, el que nos refleja el Lazarillo, es en el fondo una buena persona. Es un muchacho de buen corazón, sin experiencia, al que la realidad circundante zarandea de mala manera y le hace sumirse en escepticismos y en fullerías. Sistemáticamente, la vida le puntea asechanzas de las que apenas sabe cómo zafarse, y acaba entregándose sin remedio y sin pena al medio que le exige defenderse y engañar. Pero no es un delincuente profesional, sino que le sobran cordura y viveza y le falta ambición. Cuando sus trampas acaban por ser desenvueltas en fracasos, llegan las palizas, los golpes, los ayunos, algún encarcelamiento. La resignación y la astucia afilándose son los únicos asideros que sobrenadan en su comportamiento. En cambio, el pícaro del XVII, ya avanzada y madura la novela, e incluso desintegrándose, parará en galeras, en la clara situación de una sociedad que necesita defenderse de él. Pero lo que no existirá nunca en toda la trayectoria de la novela es un solo pícaro necio o estúpido, ni tampoco desesperado de su suerte. Detrás de todo, por amargo que resulte, queda siempre flotando una vaga luz de esperanza, de volver a empezar, aliento de vida que no se resigna a caer en un silencio definitivo.
La picaresca y la realidad
Lo picaresco se convierte en una forma de vida. Ya desde la cuna se condiciona el vivir por unos cauces que, siendo diferentes en cada personaje, están, sin embargo, alejados de lo que podríamos llamar ortodoxo en la contextura social de la España de los Siglos de Oro. Se trata de una vida vulgar, en la que no vamos a encontrar los arranques de heroísmo o de santidad a que la circunstancia histórica nos tiene acostumbrados, una vida casi alucinada, al borde del cotidiano portento. No; el pícaro se mueve en los medios menos literarios. Su genealogía no es, ni mucho menos, escogida, y sus procederes no revelan el ascetismo ni la profunda meditación. Lázaro es hijo de un molinero oscuro, y su madre se amanceba al quedar viuda; Guzmán es fruto de unos amores no muy limpios, y Pablos anda adoctrinado por una ascendencia en la que hay delincuentes, e incluso un verdugo. Una vez pasado este aprendizaje de los primeros años, el pícaro abandona a los suyos y se entrega a un vagabundaje por las tierras más cercanas, y más adelante por otras ya apartadas, lo que le sirve para exhibir ante nosotros el desfile alucinante de las clases sociales, de tipos diversos y encontrados, soldados, clérigos, hampones, alguaciles, gentes con oficio y sin él, etc. El pícaro, sirviendo a diversos amos, yendo de uno a otro como rebotándose, va aprendiendo la realidad hostil de la vida, oculta por los vestidos lujosos, las apariencias, los procederes encubiertos: el juez que se vende al juzgar, el médico ignorante, el pedantuelo sabihondo, el clérigo vicioso, la nobleza envilecida. Los años se van sucediendo, el pícaro crece en edad y experiencia y resentimiento, y desconfía de todo y de todos en perpetua defensiva. «Todos vivimos en asechanza los unos de los otros», dirá Guzmán muy significativamente. Para el pícaro no existe la vida afectiva: ni amor, ni compasión ni cosa parecida. Sólo verá en las mujeres el anzuelo para explotar los vicios y la engañifa, y cuando se encara con un alma virtuosa no podrá más que asombrarse, llegar al borde del pasmo, pero no se le planteará la necesidad de una imitación, de aprovechar ese ejemplo.
Ahora bien, interesa destacar que eso, todo eso, no debe ser tomado al pie de la letra como documento histórico fehaciente, indiscutible y oportuno para explicar todo lo que sea necesario. Llevamos ya mucho tiempo leyendo en manuales, libros, prólogos, etc., y oyendo incansablemente repetido en la fácil oratoria circunstancial, que la novela picaresca (en complicidad con el tan socorrido realismo español) representa la realidad de una España concreta, que se movió sobre la tierra en el tiempo en que las novelas que nos ocupan fueron escritas. No, no es verdad, o no es, por lo menos, la verdad escueta y firme. Aviados estaríamos los españoles si nuestra realidad hubiera sido exclusivamente lo que refleja El Buscón, lo menos real que se puede pensar. No, en todas partes hubo de lo que en las novelas picarescas se nos aparece. Algunos libros, emparentados con el clima picaresco, revelan una clara visión de las cosas concretas. Tal ocurre, por ejemplo, con la Relación de la Cárcel de Sevilla, de CRISTÓBAL DE CHAVES (1597), o El Viaje entretenido, de AGUSTÍN DE ROJAS VILLANDRANDO (1603). La legislación del tiempo revela la preocupación de las autoridades por la represión de la truhanería y la mendicidad desorbitadas. No, la novela picaresca no es eso; se ha venido olvidando demasiado frecuentemente que la novela picaresca es ante todo novela, es decir: recreación artística, voluntaria selección y parcelación de una realidad. El motivo por el que fue escogido su contenido quizá pueda verse sin más en la predilección por un mundo que no fuese el encendidamente libresco de las creaciones literarias tradicionales. Ahí está el gran hallazgo del Lazarillo. La vida no era sólo el portento, el milagro, la relación directa y casi familiar con la divinidad, ni el heroísmo sin barreras ni frenos. La vida comparte eso -¡y quizás en la escala más reducida!-, pero es, además, la rutina monótona de cada día, las dificultades de todos los momentos y los acaeceres, y la inesquivable incomodidad de la ciudad donde se habita y de las gentes que tratamos, con sus aristas y sus manías. Eso es lo que descubre el Lazarillo: vivir desde dentro, pero compartiendo la permanente influencia de otras vidas sobre las nuestras. Y en las otras vidas no son precisamente ni los santos ni los héroes lo que más abunda. Llevar este descubrimiento por una ruta de permanente exageración y de una aguzada acomodación artística fue el largo camino seguido por las sucesivas novelas picarescas, cada vez más encerradas en lo externo, el delito, la aventura, los viajes sin fin, o las preocupaciones moralistas. Pero todo salió del paso genial que el anónimo autor del Lazarillo dio, de cara al porvenir por vez primera en el mundo occidental, en 1554. Y su resultado es la poca estimación de la vida, algo triste, opaco y monótono, que se perfila con tintes sombríos, y que, al asociarse con las desilusiones políticas, lleva de la mano a la literatura desengañada del siglo XVII, a la literatura de Calderón y de Gracián. Lo que comenzó siendo una franca sonrisa abierta y generosa, a pleno sol, en el Lazarillo, va transformándose en el agrio y enconado Guzmán (1599) y llega a la caricatura cruel del Buscón (1626). En el trasfondo, el mismo aliento empuja al místico y al pícaro: el no estimar la vida terrena. Al místico, la suprema esperanza de la otra vida le permite ir pasando ésta, seguro del puerto final. El pícaro se dedica con el mayor entusiasmo a pasar ésta lo mejor que pueda, reverso de la medalla corriente. Es decir: detrás de la cruz anda el diablo.
Clasificación de las novelas picarescas
Han sido varios los intentos de clasificación de las novelas picarescas. Debemos ver en ellos laudables intentos pedagógicos, pero como el ángulo de observación de la crítica varía con el tiempo y las estimaciones, esas clasificaciones están destinadas a ser inevitablemente caducas. Para algunos habrían de juntarse las primerizas (Lázaro, Guzmán, Justina) con el muy rezagado Estebanillo González, basándose en que en ellas el personaje anda todavía un poco a la deriva, objeto de su propia fortuna. Y dejaban para otro lugar las restantes (con algunas salvedades) porque en ellas el personaje obra con indudable autonomía y decisión propia. La clasificación peca de confundir el carácter del héroe con la arquitectura artística. El héroe de las primeras novelas está sujeto a su noluntad, gran rasgo del pícaro. Ése es el carácter que lo define y que lo diferencia en contraste con todos los demás héroes literarios, tanto españoles como europeos.
Otras veces la clasificación se ha hecho según el mayor o menor uso de los elementos moralizadores del libro. También se trata de una clasificación apoyada en la sobrevaloración de uno de los componentes constantes de las novelas. La manía moralizadora, el sentimiento ético, real en el autor o exigido por las circunstancias en que esos libros aparecieron, pueden darnos un índice claro sobre la personalidad y la decisión vital del escritor, pero nunca un elemento externo a las novelas que nos pueda servir para clasificarlas, para parcelarlas a nuestro antojo. No vale la pena, pues, intentar clasificaciones. Lo más claro y más eficaz es perseguir esas novelas desde su aparición, viendo qué aportan y qué tienen de sujeción al canon establecido por el Lazarillo1 y en qué medida se apartan de él, matizándolo, perfeccionándolo o dándole una dimensión distinta. Hay una evolución fácilmente perceptible desde el Lazarillo a todas las demás, hasta la disgregación final de los elementos picarescos, disgregación en la que la arquitectura de la novela establece contacto con otro tipo de narraciones (cortesanas, de aventuras, etc.), para dejar paso a la vitalidad por sí sola de los elementos picarescos, que podemos volver a encontrar en las circunstancias más inesperadas.
A partir del Lazarillo, las novelas picarescas adoptan una forma consagrada. Esa forma es la autobiográfica con muy pocas excepciones. El personaje habla en primera persona y narra su ascendencia, su educación, sus primeros pasos, el fluir de su vida, condicionada constantemente por el medio hostil. Todo va siendo, en el devenir de la novela, adjetivo y lateral. Lo único que le da consistencia es la circunstancia del héroe, de ser vivido todo por el mismo personaje. Las cosas y los acaeceres no tienen concatenación alguna, son puros azares, como la vida, lo menos sujeto a una ley previa. Esto condiciona también la estructura del libro, que, naturalmente, no tiene tampoco esquemas preconcebidos. Muchos capítulos podrían quizá ser suprimidos sin que la economía total sufriera. Pero de todos los episodios se desprende una evidente actitud moralizadora. El estoicismo con que soporta todos los reveses (inevitables, frecuentes reveses) y la fría autocrítica con que prepara y valora sus andanzas demuestran que el tan socorrido «senequismo» de la vida española informa al pícaro muy cumplidamente. Esa ética deducida (el autor no tiene interés en exponerla concienzudamente) se apoya en la experiencia larga (suele hablar ya viejo), cuando el personaje se ve de vuelta de las cosas y las gentes. Como digo, se trata de una filosofía de tipo practicista, que no se expone cuidadosa ni detalladamente, sino que se desprende de la actitud general ante los hechos. Sin embargo, en algunas ocasiones, el autor se ve en la necesidad de desarrollar razonamientos para justificar esta actitud, y llega a verdaderas disertaciones sobre casuística moral. Pretende usar de lo picaresco como un truco que le valga para ampliar su lección de moral, su ladera pedagógica. Así ocurre, por ejemplo, en el Guzmán, en el Marcos de Obregón, etc. Algún crítico, como M. HERRERO GARCÍA, buen conocedor de la picaresca, ha hecho ver cómo existe un parentesco entre la escapada moralizante de la picaresca y la textura del sermonario clásico. Según este crítico, la novela picaresca «es un sermón con alteración de proporciones de los elementos que entran en combinación». De todos modos, y aun considerando lo agudo de esta observación, la tendencia a explayarse moralizando lleva a la descomposición de la novela picaresca. Las digresiones se hacen largas, tediosas, y, aun sin perder el hilo, son fácilmente separables. En algunos casos, ya los editores del siglo XIX (en la Biblioteca de Autores Españoles, por ejemplo) al Guzmán de Alfarache le ponían las digresiones moralizantes entre corchetes, invitando al lector a pasar por alto los trozos comprendidos entre ellos. Tanto uno como otro criterio nos parecen hoy equivocados. La obra de arte es una criatura íntegra, que no puede ser mutilada a gusto de anónimo lector o editor. Hay que aceptarla como es, en su integridad, y explicarse cada uno de sus ángulos desde la totalidad armónica del conjunto.
Estas digresiones, en escritores de primera fila, alcanzan una calidad indiscutible. Pero llevan en sí un germen de ruina o decadencia. Pierden, en manos de escritores secundarios, todo aliento generoso y artístico, para convertirse en machaconería impertinente, en especioso sentido común, sin sentido definido ni forma concreta.
Como ya hemos dicho más atrás, el género sufre una evolución a lo largo de su vida. Uno de los aspectos donde más claramente se percibe esta evolución es el moverse del personaje. El pícaro es un vagabundo, un hombre que se lanza al sol y al aire de los caminos, dispuesto a buscarse en las revueltas de los mismos la contingencia que lo sostenga sobre esta tierra de Dios. Este vagabundaje ya comienza en el Lazarillo: el héroe sale de su Salamanca natal para buscar fortuna en las ciudades de Castilla: Toledo, Maqueda, Escalona, Illescas. Las novelas subsiguientes van ensanchando el horizonte de ese vagabundaje, y así Guzmán nos lleva a gran parte de Italia. El Buscón recorre varias ciudades españolas. Marcos de Obregón añade a la Península, Italia y el cautiverio argelino. El horizonte se va ensanchando, con notoria reducción del paisaje espiritual del héroe. Lo que ganamos en geografía lo perdemos en mirada atenta y hacia adentro. Estebanillo González nos lleva por Flandes, Alemania, Polonia, Francia e Italia. Esto produce un claro dominio de lo narrativo, acercando la picaresca al borde de la novela de aventuras, con la que tiene estrechas concomitancias. Cuando lo descriptivo domine, nos daremos de manos a boca con un costumbrismo sin acción ni personajes vivos. Tal es el arte de Zabaleta, de Francisco Santos, de Liñán, hecho de cuadros aislados, exagerando la semilla episódica de toda novela picaresca. En líneas generales se puede decir que la picaresca sufre un proceso de desintegración, fácilmente perseguible, y a través del que sobrenadan aquí y allá los vivos rasgos del personaje ya desligado de su —18→ esquema literario. Esta desintegración se ve crecer ya en los buenos escritores del siglo XVII. Marcos de Obregón no puede considerarse como un pícaro a la manera de Lázaro o del Buscón: es un buen viejo de gesto amable y simpático que casi escribe un libro de memorias. Marcos se queda siempre a la orilla del vivir y nos lo cuenta con un gesto de experiente suficiencia. El estudiante de El diablo cojuelo también contempla desde lejos la bribonería del mundo, sin ser partícipe de sus trampas. Por último, La garduña de Sevilla, ya una clara delincuente, no participa de la actitud de general defensiva en que el pícara vive: pasa a la iniciativa y al ataque, lo que la diferencia muy nítidamente de sus ilustres antepasados.
Dentro de esta evolución general de la novela picaresca, queda por señalar un apartado o variante más: es su entretejerse con la novela corta de ascendencia italiana, novela adaptada completamente a España por Cervantes. Rinconete y Cortadillo refleja el primer contacto entre esas dos vertientes. Con el inmenso cariño y la delicada ternura sobria de su autor, asistimos a una novela de pícaros, que se encuentra a enorme lejanía de la novela tradicional picaresca. El patio de Monipodio está envuelto en un halo de gracia y de frescura, de sin igual simpatía, halo que convierte a la novelita en un excelente cuadro de la realidad, sin acritudes ni amarguras, ni pesimismo. La corriente vuelve a aparecer, fructífera, en algunas novelas de Salas Barbadillo (El sagaz Estacio, marido examinado, El caballero puntual) y constituye el fondo más abundante en la producción de Castillo Solórzano. En esta ladera, la luz espléndida de Rinconete ilumina con nítidos perfiles toda una corriente de literatura española, que se caracteriza por su lozanía, su anchura de gesto y su amplia humanidad.
Picaresca, envés del héroe
En todo el Siglo de Oro, el pícaro encarna el antihéroe, el envés de un haz heroico y lleno de cotizables virtudes. Viene a ser algo así como la contrafigura del héroe y del santo. Pero no se extinguió su vitalidad ni su papel importantísimo en el nivel de la sensibilidad española, donde es muy fácil volver a encontrar asomadas de tipos y caracteres que participan de estos grandes vagabundos del XVI y del XVII. En el siglo XVIII, Torres Villarroel vuelve a narrarnos en su Vida otra sucesión de avatares de aire picaresco. También algunos episodios aislados del Fray Gerundio participan de este carácter. Una mirada muy cercana de signo reconocemos en algunos costumbristas del XIX y un guiño muy cercano nos asalta al leer las descripciones de mendigos en Misericordia de Galdós (donde vemos de nuevo al humilde servidor manteniendo de limosna al señor arruinado y lleno de vanos orgullos). Finalmente, en el arte de algunos episodios de Baroja (en los homúnculos de La lucha por la vida), o en los libros de Gutiérrez Solana, reaparecen estos personajes desorientados, sin norte y sin asidero, que se sobreviven en una desconsoladora anonimia. Y, para terminar, recordaremos algunas facetas de la novelística de Camilo José Cela (algunas hasta con título bien significativo: Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes, 1947), donde la mirada observadora de la realidad ingrata y cruel pone al desnudo las trampas, la moral acomodaticia, el poco respeto por el prójimo, también al viento y al sol de los caminos, o en los oficios non sanctos ni tolerables. Constante del arte nacional, detrás del que se esconde una mirada de encendida ternura por el desheredado, por el harapiento y mal nutrido hombre de cada hora, en la calle y en el afán. Al fin y al cabo, el gran invento del Lazarillo no fue otro que el de hacer del hombre de carne y hueso, con sus flaquezas y su difícil persistir sobre la tierra, un personaje literario. Antes de Lázaro, el personaje era un ente de ficción.
II. Una novela nueva
El Lazarillo de Tormes
En 1554 salen a luz tres ediciones del Lazarillo: Burgos, Alcalá, Amberes. De las tres, parece ser la de Burgos la primera. En todas las ediciones antiguas falta el nombre del autor. En consecuencia, la Vida de Lázaro de Tormes, de sus fortunas y adversidades se nos presenta hoy como anónima, participando así de uno de los rasgos más representativos de la creación literaria española. (Anónimos son el Romancero y la Celestina, y las continuaciones de obras ilustres, etc.) La crítica se ha empeñado en poder decidirse por un nombre. En 1605, el Padre Sigüenza, en su Historia de la Orden de San Jerónimo, afirmó que el libro había sido escrito por Fray Juan de Ortega cuando era estudiante en Salamanca. En 1607, el Catálogo de escritores españoles de Valerio Tazandro lo atribuye a don Diego Hurtado de Mendoza. Otras referencias añadían que don Diego lo había escrito cuando era estudiante en Salamanca. Nicolás Antonio se hizo eco de todas estas noticias, recogiéndolas sin depurarlas. La atribución a Hurtado de Mendoza ha sido la más frecuentemente usada, hasta que Morel Fatio, a fines del siglo pasado, demostró lo inconsistente de los argumentos y pensó que el libro debía ser considerado como anónimo. Con posterioridad, Julio Cejador lanzó la teoría de que la novelita fue escrita por Sebastián de Horozco, teoría que no ha sido aceptada. Después de algunos intentos de volver a Hurtado de Mendoza, tal discusión parece abandonada y seguimos considerando el Lazarillo una obra anónima. Quizá no sepamos ya nunca el nombre del extraordinario creador (quizá de estirpe judía, como quiere Américo Castro), quien desde su sombra voluntaria lanza, por vez primera, una crítica admirable y sonreída sobre la sociedad de su tiempo, y además inventa de sopetón, diríamos, la novela moderna.
¿Qué pasa en este libro excepcional? He aquí su argumento. Lázaro nace en una aceña del Tormes, en una aldehuela, Tejares, próxima a Salamanca, donde su padre, el molinero, trabajaba. Su padre tuvo que ver con la justicia, por robar en las maquilas, y la madre se amancebó con un negro, de donde salió un hermanito del color de la tizne, que le hizo pensar a Lázaro por vez primera que el mundo no es como es, sino como creemos verlo. Todavía mozuelo de cortos años, Lázaro es colocado por su madre con un ciego mendigo, su maestro en trampas y adiestrador en fullerías. A fuerza de engaños y coscorrones, Lázaro va aprendiendo a manejarse solo en la vida. Después de una mala pasada, Lázaro abandona al ciego y se coloca a servir a un clérigo de Maqueda. Este clérigo, hombre avaro, hace pasar a Lázaro hambres sin fin, mitigadas por el ingenio y la astucia, esgrimidos para lograr unas migajas del pan de las ofrendas, escondido en un arcón viejo. Después de dejar el servicio del clérigo, Lázaro va a Toledo, donde se acomoda con un hidalgüelo, lleno de viento y de soberbia de casta, para el que tiene que acabar por pedir limosna y compartir así la desventura. Cuando el hidalgo abandona a Toledo, por escapar de la justicia, Lázaro sirve a un fraile de la Merced, a un buldero, a un maestro de pintar panderos y a un alguacil. Finalmente, Lázaro consigue el puesto de pregonero real de la ciudad de Toledo y se casa. Vive feliz, contento de su ventura y compartiendo el lecho matrimonial con un arcipreste.
El Lazarillo hizo una gran fortuna. Se lo leyó abundantemente y fue traducido en varios lugares: Francia, Inglaterra, Holanda, Alemania, y en todas partes provocó imitaciones. Baste citar como ejemplo el libro holandés Spaansche Brabander, de G. A. BREDEROO. Durante dos siglos largos, el Lazarillo fue un personaje universalmente conocido, como La Celestina o como Don Quijote. Prueba de su aceptación en la sensibilidad española fue ese entrar en el cauce de las obras anónimas y tradicionales: eso supone la Segunda Parte de Lazarillo, publicada en 1555 en Amberes, libro del que sabemos muy poco. Parece que la atribución antigua a un Fray Manuel de Oporto es todo lo que se puede decir. Pero la baja calidad artística del libro nos exime de la búsqueda concienzuda de datos o noticias. En este libro, sin apenas relación con el primer Lazarillo, el personaje, al que retomamos en Toledo, comiendo y bebiendo abundantemente con unos tudescos, decide partir para Argel. El barco naufraga, Lázaro desciende al fondo del mar, y, una vez allí, se convierte en atún, vive largo tiempo en la república de los atunes y toma parte muy activa en los negocios y peleas de ella. Llega a ser rey de los peces. Esto le da motivo para exponer reflexiones de índole moral y política sobre la organización y vida de los animales, aplicándolas a la vida de los hombres. Andando el tiempo, Lázaro es sacado por unos pescadores y recobra la forma humana al estar en tierra. Recorre algunas ciudades españolas, y termina en Salamanca, donde replica al claustro y rector de la Universidad sobre varias cuestiones. Este diálogo, de no mucha gracia, recuerda muy de cerca el mismo motivo de Eulenspiegel en Praga.
Entre tanto, el Lazarillo auténtico había seguido su vida, conquistando lectores y más lectores. Alarmado, Felipe II ordenó que se hiciera una edición expurgada a la que se suprimieron todas las burlas y alusiones anticlericales. Ya había sido incluido en el índice de 1559, a pesar de lo cual se leía frecuentemente y se reeditaba fuera de España. Esto fue lo que decidió a Felipe II a hacer la edición expurgada, que, con el título de Lazarillo castigado, se publicó en Madrid en 1573. Esta edición suprimía el episodio del buldero y del fraile mercedario, además de frases sueltas de otras partes. La versión expurgada se continuó imprimiendo hasta el siglo XIX.
Más importancia tiene, entre las continuaciones, la Segunda parte del Lazarillo de Tormes, sacada de las Crónicas antiguas de Toledo, publicada en París, 1620, por JUAN DE LUNA, intérprete y profesor de español en la capital de Francia. Parece que animó a Luna a publicar su Lazarillo el hacer un texto que pudiera servir de libro de trabajo a sus discípulos. Para ello, publicó, modernizándolo, el Lazarillo anónimo, y le añadió a continuación el propio. El alcance de la invención de Luna es muy claro: la sátira social se agria un poco más, adquiere ya tonos violentos, tal como corresponde a la fecha de su publicación, posterior al Guzmán y a la Pícara Justina. La sátira es particularmente violenta contra el clero y la Inquisición, lo que habría hecho imposible la aparición de este Lazarillo en España. Luna logró entrelazar muy acertadamente el Lazarillo primero con el propio, dentro de un estilo alejado de la sobriedad expresiva del primero. El realismo de Luna, ajeno a todo escrúpulo moralizador, llega en ocasiones a la crudeza.
Como uno de los últimos escalones de esta dinastía de Lazarillos, recordaremos aquí el librito Lazarillo de Manzanares, del madrileño JUAN DE TOLOSA. Este libro, por el título y por algunas incidencias de su argumento, puede ser considerada descendiente directo del Lazarillo de Tormes, pero en realidad ya está bajo el ancho círculo de la influencia quevedesca. Aunque Tolosa publicó su libro en 1617, El Buscón de Quevedo, que apareció en 1626, corrió manuscrito mucho antes. De ahí que no fuese difícil que Tolosa lo conociera. El Lazarillo de Manzanares es fatigoso y de una gracia gruesa y facilona. Modernamente, Las nuevas andanzas de Lazarillo, de Camilo José Cela, han vuelto a poner en marcha sobre los caminos de la Península al viejo héroe literario, con espíritu muy logrado e indudables aciertos en la reactualización, voluntariosa y mantenida.
En realidad, la aparición del Lazarillo de Tormes planteó en el paisaje de la literatura española una auténtica revolución. Algo debería de llevar el corto librillo para alcanzar esa fama y tan notoria divulgación. Más atrás he dicho que con él nació la novela moderna. Voy a intentar precisar algo semejante afirmación. ¿Es que antes no había novelas? ¿Cómo eran, si las había? ¿En dónde está la radical transformación novelística del Lazarillo para que así podamos destacarlo en su tiempo y en su proyección?
Sí, había novelas. El lector, el hombre aficionado a la lectura encontraba novelas. Bastaba extender la mano. Una de las más frecuentes era la llamada sentimental. Patrón de ella, por ejemplo, la Cárcel de amor, de DIEGO DE SAN PEDRO, novela cumbre del género, aparecida en 1492. Su autor era alcaide de Peñafiel. La novela cuenta, una lástima en creciente, los amores de Leriano y Laureola, en el lejano reino de Macedonia. Las dificultades y los problemas se van encadenando para oponerse al logro de ese amor. Una adecuación de asombro se establece entre las desdichas de los héroes y el lector. El autor sabe llevarnos a lejanas geografías de sueño y desventura. Al leer la primera página, con su lenguaje tan pulido y cuidadoso, en el noble ambiente de los palacios, nos sentimos arrastrados, embebidos, lejos de la cotidiana presencia de la vida. Evadidos. A cualquier muchacha de 1500 le habría gustada ser Laureola y escribir cartas llenas de casuística y de esmerado lenguaje. Y a cualquier muchacho de 1500 le habría gustado ser Leriano, y desearía ser, allá en lo hondo de su sueño ilusorio, otro suicida, bebiéndose disueltas en una copa las encendidas cartas de amor. Sí, el hombre aficionado a leer tenía a la mano un tipo de novelas.
Pero no era éste sólo el tipo de novelas existente. Otra disposición novelística corría aún mucho más: era la caballeresca, de la que Amadís de Gaula puede ser el prototipo. Es una novela muy distinta de la anterior. Una novela que, desde la primera página, nos lleva, extasiados, al reino del prodigio. Las victorias y los triunfos asombrosos se suceden sin tregua. Abriendo el libro al azar, caemos siempre en la desusada maravilla, en el portento alocado y sin barreras. Nos movemos sobre una geografía quimérica, de países que enhechizan la voluntad al solo conjuro de su nombre, dejando portillos abiertos para el ensueño y la evasión. No cabe la distancia, ni el desfallecimiento, ni la derrota. ¿A quién no le habría gustado ser Amadís, el vencedor de tantos y tantos combates y aventuras? ¿Quién no querría tener un sino como el de Amadís, ya a las pocas horas de nacer unido estrechamente con lo sobrenatural y sobrehumano? ¿Quién no desearía moverse en los palacios, en el ininterrumpido devenir milagroso de su vida? Y al lado de Amadís, su amada, Oriana, la mujer amante sin tacha, sin par, la que guarda reunida en sí, atesorada, toda la belleza del mundo. Es indudable que este libro, con un lenguaje también acicalado y excelentemente construido, llenaba la capacidad de milagro del lector, empujaba al entusiasmo del vivir, de la aventura esforzada, increíble, detrás de la que espera la gloria, la fama, la eterna perduración en la memoria de las gentes. No en vano, Santa Teresa, que era muy aficionada a leer libros de caballerías, pudo sentir el arrebato de huir hacia una geografía lejana, en busca de martirio.
Y aún había más tipos de novela. Paralelamente a nuestras picarescas, moviéndose en el ambiente exquisito de la cultura, de las cortes renacentistas, con un gran trasfondo de humanismo y gracia grecolatina, el aficionado a leer novelas podía encontrarse con la literatura pastoril. La Diana de JORGE DE MONTEMAYOR, como modelo. La novela pastoril venía a llenar como pocas esa necesidad de huida, de evasión meditada y con regreso, de que el hombre del siglo XVI era capaz. Para un español medio de 1550, la vida no le ofrece más que la verdad de la caballeresca. Nombres y nombres orlados de heroísmo y fantasía, de acción sin límite: Flandes, Italia, Viena, Bolonia, Roma, Metz, Pavía, Mühlberg... Y las ciudades del norte de África. Y la realidad desasosegante de las tierras de Nueva España, con sus ciudades increíbles sobre las lagunas, y sus riquezas derramadas, con sus montes con entrañas de oro... Nada más a propósito para colmar la sed de reposo y de visiones tranquilas que acosa de cuando en cuando al vivir, la necesidad de podar reposadamente el propio huerto: La novela pastoril venía a engañar al hombre cansado de febriles movimientos, a disimular la complicada geografía recién estrenada, trocando su dureza y su incertidumbre amenazadora por el prado quieto, los álamos ciertos y familiares, junto a un río espejeante en primavera eterna. Y, vuelto hacia adentro, el lector puede contemplar regaladamente el crecer de la hierba, el pasar del ganado, la nube a la deriva, el amor.
Y ese amor se expone en casuística complicada, universitaria, transida de humanismo culto, con larga memoria de siglos. Las ninfas y los palaciegos juguetean a un dulce vivir imposible, mientras un silencio se adensa sobre los falsos pastores y un trino de pájaros se cuelga del mediodía. ¡Con qué fervor la Diana en todas las manos! Las ediciones se suceden con rapidez; se clama contra las muchachas, desde los púlpitos, que pierden su vida leyéndola. Sí, a todos nos habría gustado poder estar en ese prado fresco, sabiéndonos entre los elegidos que pueden permitirse el enorme lujo de vivir de espaldas a sí mismos durante unas horas, y expresar nuestras congojas en el lenguaje aseado, amable y libresco de los pastores ficticios.
Tenemos pues tres clases, por lo menos, de novela: sentimental, caballeresca, pastoril. Tres formas enteras, universales, de soñar, de evadirse. Insistamos: una geografía remota o inventada, con ausencia de su propio calor. Un clima de prodigios inacabables, de bienestar inconmovible: palacios, fortuna, fama, alta genealogía. Amor purísimo, exquisito y exquisitamente expuesto y conllevado. Toda una máquina que aún nos asombra hoy, a pesar de la lejanía, vibrando en Dios sepa qué escondido rincón de la propia sensibilidad. Nos identificamos gustosos con los personajes, anhelando ver nacer en nosotros alguna de sus impares cualidades: valentía, tacto, audacia, fidelidad, heroísmo, cualquiera de sus incontables virtudes. Y esto ocurre lo mismo, digámoslo de una vez, lo mismo al lector español que al de cualquier otro lado del mundo. En todas partes, todos estos libros ilustres tienen idéntica lejanía, análoga nostalgia, la idéntica huida eficaz. Y, además, por su contextura, también pueden ser de muchos sitios. (O, por lo menos, no son exclusivamente de una parte.) Son el esquilmo de una sensibilidad que ha alcanzado su íntegra sazón en toda Europa. No hay en esos libros nada exclusivamente, repito, que sea de entre los Pirineos y el Estrecho de Gibraltar. No hay manera de calmar patriotismos en cuanto nos dedicamos a analizar la génesis de estos libros. Amadís, por ejemplo, nos sigue planteando una problemática enrevesada en torno de su origen Amadís portugués, Amadís francés, Amadís español. Y, además, toda aquella máquina lejana: Berta, el Grial, Fierabrás, la Tabla redonda y Merlín, y tantos fantasmas más (bellos fantasmas). No, esto no es exclusivamente español. Caballeresca equivale a decir todo lo que pueda producirse donde quiera que haya castillos y caballeros, y encantos que romper, y doncellas hermosas que liberar y amar. La Diana, a pesar de la realidad concreta, impuesta por la tradición y por los eruditos, realidad del Esla y de Coimbra, tiene, y muy cerca, a la Arcadia vieja, con sus árboles nobilísimos saturados de tradición escrita. Sannazaro, Ribeiro y Virgilio la condicionan. Y a veces, otros libros italianos o antiguos. No, tampoco. Tampoco la Diana es íntegramente hispánica. El aliento que la informa tiene derivaciones lejanas. Con muy poco esfuerzo y con idéntico escenario -primavera eterna, amor casuístico, laureles gentiles- será francesa en L'Astrée. Y el amor de Leriano y la esquividad de Laureola ya están presentes en muchas novelitas caballerescas: Flores y Blancaflor, Pierres y Magalona, y sobre todo en Boccaccio (Fiammetta, Filocolo) y en Eneas Silvio Piccolomini. Incluso el sistema externo de conducir el conflicto en cartas ha salido de este último. No, tampoco es realmente hispánica. Detrás de todas ellas está la universal necesidad del ensueño, la derivación culta del arte literario; en fin, son libros fundamentalmente eruditos, hechos incluso con arreglo a un canon, donde el hombre aún no está. Sus páginas están pobladas por arquetipos, por hombres totalmente fuera de lo corriente, en sangre y en actitud. Por eso sus proyecciones son fácilmente traducibles y adaptables. Son remedios, magníficos remedios, para llenar la hora vacía, la hora del ensueño y de la soledad, cuando las manos se extienden buscando un libro.
Y en este clima novelesco nace el Lazarillo. Siempre me ha parecido ilustrador pensar en el asombro estremecido que un libro como el Lazarillo debió de provocar en las manos de una persona que, aficionada a leer esas novelas que acabo de caracterizar, se acercase al corto librillo de 1554. Ya en el título nace la extrañeza: Lazarillo de Tormes. Lázaro evoca para el español al calamitoso, al hombre desgraciado y con llagas del relato bíblico. (Toda la Edad Media, y así quedó en la lengua, habló del vicioso y el lacerado, el que vive bien y el que vive mal.) Así que ya no se trataba, era de sospechar al leer el título, del tradicional héroe sin problemas, feliz del principio al fin. Aquí el título despierta una inquietud. Y «de Tormes» aún más. Porque ya no es Gaula, ni un río fabuloso o lleno de hechizos, sino el Tormes, escolar, llano, con sus estiajes agravados, el Tormes que todos conocemos y sabemos cómo es, río del que, es casi seguro, no saldrá nunca una ninfa, por mucho que a su orilla la reclamemos. Pero ese asombro se acentúa más. Vayamos a la primera página. Y vemos que el anónimo autor se encara con nosotros mismos, de tú a tú, hablándonos en primera persona para decirnos su presentación: «Pues sepa Vuesa merced ante todas cosas que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Thomé Gonçales y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca».
Y ya el pasmo es seguro. Ocurre ahí al lado, en Salamanca. Ya no hay esos países de luz ignorada, sino Salamanca, ciudad familiar a todo español por su prestigio universitario, ya secular. Salamanca, dorada, estudiantil, dicharachera. Al conjuro de su nombre, unas torres concretas y, una entonación destacada al hablar se nos agolpan en la memoria. Ya no es la Ínsula Firme, ni Bretaña, ni Macedonia, sino Salamanca, con su vida rutinaria y sus campaneos ordenados. Y el Tormes, molinos grises, alamedas escuálidas, guijarros brillantes en el fondo cercano y transparente. Nunca habíamos pensado que allí, junto al Tormes, pudiera ocurrir algo novelable. Y este Lázaro, ¿quién es este Lázaro? Es, lo dice sin avergonzarse en un país en que todo el mundo lucha por adquirirse fama y nombradía, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, es decir: de unos don nadie, de unos cualquiera, plebe total y sin remedio. Ella no es muy recomendable y él es un oscuro molinero. Lázaro no se gasta buen linaje. ¿No echamos de menos a Amadís, de prosapia escogida, a los alcaides, reyezuelos, princesas, aristócratas diseminados por aquí y por allá? ¿Dónde están los palacios y castillos, los alcázares y parques encantados? No: todo se ha convertido en el caz de un molino, en la ruin maquila, en una casucha en los arrabales: «Tejares, aldea de Salamanca…» La juventud educada y pulida de las anteriores novelas, adiestramiento para una vida superior, es aquí un brujuleo desordenado y múltiple: trapacerías del ciego, o mandadero en el mesón de La Solana -salvados, cebada, almohazas, leñas, mandiles; ¿dónde los encajes y damascos y versos de la nobleza?-, «hasta ser un buen moquelo, que iba a los huéspedes por vino e candelas y por lo demás que me mandaban».
Y ya todo el libro turbador va a ser así: Salamanca, Escalona, Illescas, Torrijos, Toledo, los campos de La Sagra (un paso más y ya estaremos en La Mancha y sus molinos despaciosos). Son los nombres más cercanos. Estaban ahí desde siglos, esperándonos, y nunca los habíamos tropezado en una narración. Y esos nombres están, en carne viva, bajo la limpia luz de Castilla, con sus vientos, sus tardes doradas, sus caminos auténticos. Y Lázaro, además, no nos dice ni uno solo de los largos discursos medidos y sopesados de las anteriores novelas, sino que habla como nosotros, como oímos la conversación en la calle, en el mercado, en la esquina, como hace y se conduce el que se desazona por —32→ algo, el que vive con desvelo. Antes, todo lector se habría soñado dentro de cualquier héroe, pero ¿y ahora? ¿A quién le gustaría ser Lázaro? A esta pregunta, desde un librito breve, la humanidad se dispone a bajar la cabeza. Lázaro no es Amadís, ni Leriano, ni hay Dianas, ni Orianas firmes y rendidas. A lo largo del Lazarillo corre el hambre, la desnudez, soledad, hastío. Nadie querría ser Lázaro, hambriento, desharrapado, depósito de todos los golpes que se pierden. Sus fortunas se limitan a luchar y a luchar con un amo tras otro, y se juzga feliz cuando, con un asno y unos cántaros de agua, puede ganarse la vida por las callejas empinadas de Toledo, para después de tanto desvivirse, «poder vestir muy honradamente de la ropa vieja». Qué lejos las fiestas, los calientes ropajes de los héroes de las otras novelas. La espada de Amadís se nos queda muy lejos ante esta espada de Lázaro, una «de las viejas primeras de Cuéllar», quién sabe si quizás encontrada ya en un basurero, en el montón de lo inservible. Y en cuanto al amor, nada más lejos de aquellas exquisiteces que esta equívoca historia matrimonial, con su revés turbio y contrahecho. Ya no nos cabe la menor duda. La corta novelita de 1554 era una auténtica revolución.
En realidad, la novela está constituida solamente por tres episodios principales: el ciego, el clérigo y el hidalgo toledano. Si la novelita no tuviere más que el primero, no nos acordaríamos tanto de ella. Sí, sobrenadaría su gracia expresiva y su hablar directo y en primera persona. Pero, en realidad, el asunto pertenece al folklore europeo. Ya hay en un auto francés medieval el asunto del mozuelo y el ciego: Le garçon et l'aveugle, jeu picard du XIIIème. siècle (publicado por Mario Roques, Les classiques français du Moyen Áge, n° 5, 1921). En el episodio del clérigo, tampoco habría mucho, o por lo menos no habría tanto que destacar. En el episodio del clérigo («que tenía dentro de sí toda la laceria del mundo») hay mucho de libresco, de sátira del tiempo, anticlerical y, en medio de todo, suave. También contado con excepcional gracia, con indecible habilidad, pero con un trasfondo cultural elevado que hasta ha hecho pensar a veces en raigambre erasmista para el librito. En cambio, cuando nos enfrentamos con el episodio del hidalgo, todo el clamor de su descubrimiento nos acosa, asombrándonos. Primero, la enorme habilidad con que llegamos a la casa del nuevo dueño, después de gastar una mañana por la ciudad, almacenando el hambre que se crece ante la esperanza de que, al llegar, habrá buena mesa dispuesta. En un libro corto, de tensión muy reducida, el autor gasta un largo trozo para contarnos, con toda minucia, algo tan poco importante como el hecho de abrir una puerta. ¿Concebimos a cualquiera de los héroes de las anteriores novelas gastando su esfuerzo en abrir una puerta? No. Las puertas se abrirían solas, o habría multitud de siervos para hacer eso. En cambio, el hidalgüelo del Lazarillo nos hace ver cómo es él quien abre la puerta y qué hondo sentido se acopla a tan insignificante acto, cargado de trascendencia, de ademán resuelto, de señorío. Vemos al hidalgo reflejado en la armonía sucedida de sus movimientos con la llave, prolongando el hecho todo lo posible. Y tanto más importante es esto, cuanto que, una vez dentro, en aquella casa no hay otra cosa que humedad y desamparo, un jergón viejo y un jarro que, la mirada del autor se detiene en este detalle conmovida, tiene la boca rota. Es, en realidad, la casa de la pobreza más cabal.
Y, sin embargo, en esos detalles mínimos está la realidad entera. La realidad reflejada en el espíritu viviente del personaje, que interpreta con esos gestos su más íntimo pensar. Somos esclavos de esas cosas diminutas en las que nuestro espíritu se imprime. Adivinamos la falsa prosopopeya inútil del hidalgo en toda esa espectacular escena, como adivinamos el talante de una persona que llega a nuestra puerta en la forma de llamar, o en el modo de subir la escalera. Con esos detalles se va asomando hacia afuera la verdad interior. Ése es el realismo de nuestros libros, el de la actitud del espíritu, condicionado por los demás espíritus y por las cosas. Desdichadamente, la palabra realismo aún sigue despertando en muchas gentes una idea puramente fotográfica. En ese sentido, no busquemos realismo en nuestros grandes libros, sino esa delicada interpretación de la verdad, circunstancial y cambiante, asida en uno de sus trances de fluencia.
Y aún hay más en este librito. Este hidalgo es claro exponente de cómo funciona en la novela la aniquilación de la realidad, como Américo Castro ha hecho ver muy cumplidamente. Lázaro sirve y aprende con un ciego -que no ve la realidad-. Se vive de falsas oraciones. Se truecan los ensalmos en estafas, la longaniza en nabo, etc. Solamente apariencia de realidad. En el hidalgo, tal apariencia llega al delirio. Tiene unas casas que no existen, y un palomar que está derribado, y así infinitamente. Todo se hace espectral, menos el hambre. El hambre y la simpatía. Toda la clave del libro está en el momento en que, acosado por la necesidad, el orgulloso hidalgo se dispone a ir comiendo de la mísera ración pordioseada de Lázaro. Desde el momento en que da el primer bocado, toda la orgullosa estructura social se desmorona. Y esto ocurre sin ruido ni gritería, sino dentro de una especial ternura. Asombra ver los esfuerzos, los rodeos y revueltas que Lázaro va dando para ofrecer a su señor de su comida sin ofender a su vanagloria, para hacer la caridad sin herir. Nada de esto había existido antes en la literatura en ninguna parte. Ha nacido el hombre, con su frío, su desnudez y sus desalientos y sus pasajeros y fugaces gozos, y ha nacido la compasión. («Tanta lástima haya Dios de mí como yo había dél, porque sentí lo que sentía, y muchas veces había por ello pasado y pasaba cada día.») Sí, para entender al hombre hay que verlo desde el lado humano y frágil de las cosas, no desde los portentos que las otras novelas nos enseñaban. Ha nacido la compasión (padecer con) en este episodio de la desnuda casa toledana.
Dentro del libro, ensamblado con todo este complicado y sin embargo tan espontáneo vivir, se enmarañan los hallazgos. La lengua, las alusiones a lugares concretos, la acertada galanura con que, sin describirlas, o sin preocupación o prurito descripcionista, se percibe la realidad de las ciudades y de la luz, etc. Pero aún queda otro gran hallazgo. En las novelas pastoriles, la acción se va desenvolviendo sin problemas, de sol a sol. Cuando la fatiga se presenta en los diálogos, se descansa, y ya sobra. No se preocupa el autor de más. En una novela caballeresca, tampoco se vive en un espacio determinado, sino que los héroes se cansan y descansan, las noches suceden a los días en ordenada sucesión de giros y de mecánicas alternativas. Y, desde luego, la relación de tiempo y espacio en que el individuo habita no existe. Se salta o se disimula. Volvamos a nuestro Lazarillo. Cuando Lázaro encuentra en la calle al hidalgo, era muy de mañana. Y lo sigue por las calles de Toledo, creciéndose el hambre y la esperanza de una buena comida. Calles arriba, calles abajo, vaivén fatigoso, sin rumbo, pasando entre las tiendas olorosaa de los panaderos y los melcocheros, y los tenderetes de frutas y de quesos, todo el bullicio de la ciudad y su mercado desfilando en ruidos, olores y color a nuestro lado. «Desta manera anduvimos hasta que dio las once...» Y se entran en la Catedral, donde oyen misa con mucha devoción, con cierta exagerada devoción por cierto, y se quedaron allá hasta que no quedó nadie, y nuevo andar calle arriba muy aprisa, como quien tiene algo concreto que hacer. Y sin comprar nada. Y entonces da el reloj «la una después de mediodía». Es decir: hemos gastado una larga mañana sin hacer nada, sin que pase nada. En la reducida extensión del libro, este episodio marca tres paginillas. En cualquier novela anterior, ¡qué cantidad de violencias, batallas, prodigios, discursos, etc. habrían ocurrido! Aquí no ha pasado nada. ¿Nada? Sí, ha pasado algo muy importante. Ha pasado el tiempo, el gran personaje que acompaña al hombre en todo su peregrinar. Allá, era Amadís sin tiempo. Aquí es este saberse viviendo -y muriendo, claro es- del héroe, vigilado por las campanadas catedralicias, de cara al vivir.
Después de esto ya se puede hacer novela. Lazarillo abre un camino que lleva directamente al Quijote por muchos sentidos, y el principal, quizás el de hacer perspectiva de la propia vida, para, sin desconectarse de ella, narrándola, hacer una dimensión universal de lo que aparentemente no tiene más trascendencia que su propia fugacidad. Lo de menos es la crítica, sino el haber hecho de la criatura literaria algo que habla, y se ve y se oye, y anda, y todo eso se hace a cada instante, sin olvidarse de los demás.
* * *
Páginas atrás, considerábamos innecesaria una clasificación de la picaresca y veíamos cómo las intentadas pecaban de incompletas. Sin embargo, y después de todo lo que viene quedando expuesto, no le puede extrañar al lector que yo me aventure a hacer un grupo aparte con el Lazarillo, y otro con todas las demás. Efectivamente, en las novelas sucesivas, todas insertas en la manera externa que el Lazarillo descubre, se pierde esta tenue sonrisa de la crítica suave y comprensiva, sustituida por una mueca amarga o una carcajada brutal. Es el grupo subsiguiente al Guzmán. No en vano se pasan largos años entre el Lazarillo (1554) y el Guzmán (1599). En ese largo período, casi medio siglo, la transformación espiritual de España bajo Felipe II y las corrientes tridentinas ha sido enorme. Se han acentuado rasgos que antes se iniciaban y se aumenta el disimulo de otros que se toleraban más o menos caritativamente. El país ha dado un giro hacia adentro, pasado ya el gran impulso del Emperador. La picaresca vino así a servir de espejo a multitud de afanes silenciosos, de desengaños acumulados. Intentaremos ir analizando las sucesivas producciones de este tipo de novela, y a la vez destacar lo que de personal acumula cada escritor que en su molde encontró adecuado procedimiento expresivo. Todas las novelas van a ser ya, en menor o mayor grado, un intrincado revoltijo de vida y literatura, de hombre y de circunstancias que lo condicionan. Lejos, el Lazarillo con su encendida luz, las guía.
III. Las grandes creaciones
a) Guzmán de Alfarache
La segunda gran novela picaresca (en realidad, la primera, desde el ángulo tradicional en que nos venimos instalando para juzgar este modo de enfocar la vida) es la obra de MATEO ALEMÁN, sevillano (1547 después de 1613). Alemán estudió Humanidades en Sevilla, y Medicina en Salamanca y Alcalá de Henares, pero no tenemos noticias ciertas de que terminara sus estudios. Su padre era Hernando Alemán, cirujano y médico de la cárcel de Sevilla. Por este camino seguramente empezaría el certero conocimiento que de muchas cosas del hampa tenía Alemán. Las dificultades económicas lo acosan siempre al escritor. Parece como si su vida fuese un ininterrumpido desfilar de agobios y fracasos. La boda con Catalina de Espinosa fue preparada muy de antemano a cambio de unos dineros. Ese dinero se agotó, y la boda tuvo que llevarse a cabo en contra de todos los deseos de Alemán. Naturalmente el matrimonio fue un fracaso. Quizás aquí esté la raíz de sus palabras contra las mujeres y el matrimonio en el Guzmán. Por 1571 fue nombrado Contador de resultas, cargo que ejerció algún tiempo y a causa del cual tuvo que realizar varios viajes. Al salir la Primera parte del Guzmán en 1599, en Madrid, la aceptación por parte del público fue enorme. Ningún otro libro español ha tenido tal suerte. El mismo año se reimprimió dos veces, en Zaragoza y Barcelona. Antes de 1605 se han registrado veintitrés ediciones, y es muy probable que hubiera algunas más de las que no se tiene noticia. Pero la mayor parte de estas ediciones eran fraudulentas, y no ayudaban a remediar la oscura situación del autor. Sus libros le valieron escasamente para, a cambio de unos cuantos ejemplares, librarse de un encarcelamiento (1602), que sufrió por deudas. (Quizás en este de 1602 coincidió en la cárcel con Cervantes, su riguroso coetáneo. Parece que no hubo buena amistad entre los dos, pero no está suficientemente probada tal enemistad.) Cuando pasaba ya de los sesenta años, decidió pasar a Indias, lo que logró en la flota de 1608, flota en la que también iba Ruiz de Alarcón. En la travesía entabló trato con el arzobispo García Guerra, que más adelante fue Virrey de Nueva España, y que fue decidido protector del escritor. En Méjico aún publicó su Ortografía (1609) y los Sucesos de Fray García Guerra (1613). Después de esta fecha se pierde su rastro humano y no volvemos a saber de él.
Esa sensación de fracaso que lo acompaña toda su vida, a pesar de estos últimos años quizá tranquilos por la protección del Arzobispo (que murió muy pronto), se acentuó seriamente al intentar pasar a Indias. Llega el momento de destacar la cualidad que llenó de pesadumbre difusa toda la vida de Alemán: era judío, descendiente de conversos. En la España de Felipe II, las incomodidades que esto acarreaba eran copiosas y destacadas. Para pasar a Indias era necesaria una información de limpieza de sangre. Mateo Alemán la consiguió a fuerza de sobornar a funcionarios. Y a la hora de la partida, ya todo arreglado, cuando las dos flotas anuales estuvieron durante siglos saliendo con una ciega puntualidad, en aquella ocasión la flota no salió. Nuevas desazones, nuevos papeles. Y una vez conseguido el retiro tranquilo de Nueva España, Fray García Guerra murió pronto. Una sombra de pena en presente y agravada cubre todo el paso terreno de Mateo Alemán, lo que nos explica cumplidamente el infinito aire de desengañada tristeza y de aguzada amargura que su obra cumbre tiene.
La palabra pícaro no figura en el título del libro; sí en la aprobación. El calificativo agregado existe ya en varias ediciones sucesivas. Inmediatamente después de haber sido publicado, el libro es conocido en todas partes y exclusivamente como El pícaro, sin más. Esta identificación exclusivista para el lector de su tiempo se refleja en varios testimonios ilustres, aparte ese colectivo que acabo de señalar. Por ejemplo, el autor de La pícara Justina piensa en el matrimonio de Justina con Guzmán, para así hacer la pareja ideal de la picardía. Nada menos que Cervantes se acuerda de Guzmán, cuando en La ilustre fregona dice del personaje Carriazo que había salido tan espabilado «en el asunto de pícaro, que pudiera leer cátedra en la facultad al famoso de Alfarache». Estos ejemplos no son los únicos. Fácilmente podríamos espigar aquí y allá, en la gran literatura contemporánea o subsiguiente, testimonios que acreditan la universal aceptación del Guzmán como el pícaro por antonomasia.
Esta valoración sigue siendo la nuestra hoy, al acercarnos a la novela picaresca con mirada aséptica y enjuiciadora. Novela picaresca, con todos los tópicos que siglos de observación han volcado sobre ella, es, ante todo, la de Mateo Alemán. Cuanto hoy pensamos o decimos sobre «picaresca», casi inconscientemente va dicho o pensado tomando el Guzmán como punto de referencia, e, incluso, con gran confusionismo, multitud de veces la crítica extiende a otros libros cualidades exclusivas del Guzmán.
Muy esquemáticamente, el argumento del libro es el siguiente: Guzmán, también de turbia genealogía, como hemos señalado antes que es ya condición, se ve obligado a dejar su casa a los quince años para encontrar el sustento. Desde estos primeros pasos, las aventuras, mezcla de escarnio, trampa y suciedad a veces repugnante, se suceden. La primera es la noche en la venta, donde le dan de comer huevos empollados. En la siguiente venta comen carne de un mulo ya descompuesto en lugar de sabrosa ternera. Recibe algunas palizas y llega a la corte, donde trabaja en varios oficios más o menos improvisados, y se dedica al juego, ya sin vergüenza alguna: «perdíla por los caminos, que como vine a pie y pesaba tanto, no pude traerla». En uno de esos trabajos ocasionales, un día logra escapar con una respetable cantidad de dinero. Escapa a Toledo, donde vive regaladamente, mintiéndose hidalgo y sufriendo las burlas de unas cortesanas. En Malagón se arrima a unos soldados y, alistándose, gasta la mayor parte de su dinero en obsequiar a un capitán que, al llegar a Génova, lo abandona.
En Génova se dedica a buscar a unos parientes de su padre. Como éstos lo veían pobre, no querían reconocerlo como tal consanguíneo, menos un viejo que lo llevó a su casa, lo acostó sin comer bocado, y luego, para espantarlo y quitárselo de en medio, hizo que unos criados lo mantearan violentamente. Se marcha y llega a Roma, donde ejerce la mendicidad con infinitas trampas. Un día, un cardenal lo vio en la calle y se apiadó de sus llagas, creyéndolas auténticas. Lo llevó a su casa, lo cuidó, y Guzmán, de acuerdo con los médicos, prolongó la falaz cura para sacarle al cardenal todo lo posible. Curado, el cardenal le enseñó y educó y protegió, a la vez que se divertía con las innumerables añagazas de Guzmán. El juego nuevamente fue causa de que tuviera que abandonar al cardenal.
Sirve luego al Embajador de Francia, sobre todo en tareas celestinescas. Iniciando nueva vida se marcha a Florencia, donde un amigo le roba los baúles. Cuando algo después en Bolonia se lo encuentra con su topa puesta, lo demanda. El juez resulta amigo del ladrón y mete a Guzmán en la cárcel. En combinación con un Sayavedra (en el que hay que ver la contrafigura del autor de la espúrea Segunda parte del Guzmán) logra estafar una gran cantidad a un mercader, y se marcha a Génova. Allí, al llegar rico, los parientes que antes no lo reconocieron, ahora lo agasajan y miman, y hasta pretenden casarlo. Guzmán lleva todo hipócritamente, pues no desea otra cosa que vengarse de la burla que le hizo su pariente al verlo pobre la vez anterior. Se escapa robándoles las alhajas y el dinero.
Vuelto a España, y después de varias peripecias nada limpias en el camino, se establece en Madrid y se dedica al tráfico de alhajas. Se casó y estafó legalmente a quien pudo. Viudo, piensa hacerse clérigo, para lo cual se va a Alcalá a estudiar, donde vuelve a casarse con una mesonera. El negocio del mesón se arruina, y se va a Madrid primero y luego a Sevilla, donde la mujer se fuga, y Guzmán vuelve a robar. Va a parar a la cárcel y a seis años de galeras. Intenta escaparse y lo condenan a perpetuidad.
Éste es, contado a muy grandes rasgos, el contenido anecdótico del importante libro. Uno de los libros más delicadamente escritos de las literaturas modernas, con un primor excepcional de estilo (la maestría narradora de Alemán es verdaderamente excepcional), y a la vez el libro más amargo, que deja una imprecisa sensación de malestar y desasosiego cada vez que interrumpimos su lectura. Las diferencias con el Lazarillo son bien notorias. Empecemos por la más radical: no podemos pensar a Lázaro, por nada de lo que hace, yendo a dar con sus huesos en la cárcel. Lo que Lázaro va diciéndonos nos hace mirarlo con una simpatía disculpadora; deseamos casi que no lo pillen en ninguno de sus desafueros. En cambio, Guzmán, al que no oímos una sola palabra de comprensión o de ternura, se nos agiganta cada vez más como un delincuente. Por eso termina en galeras, para respiro de todos. Está sobrando en la estructura social a la que burla. Cuando Lázaro sirve al clérigo, Lázaro, aun sin proponérselo, lo disculpa. En él está encerrada, nos dice, toda la laceria del mundo y la avaricia, pero lo dice casi compasivamente, casi con un ruego de disculpa, convencido quizá de que lo que tiene su origen arriba no se puede curar con palabras ni con medicinas. El hidalgo también es perdonado porque no da lo que no tiene ni nadie podría hacerlo. Guzmán no piensa más que en la venganza cruel, desproporcionada, a la que añade, aparte el escarnio, que no le importa mucho, el daño en lo que más quiere el presunto enemigo: en la hacienda. Y solamente para eso vive. Cuando ve la bondad extraordinaria del cardenal que lo acoge en su casa y le enseña muchas cosas necesarias para la vida, Guzmán no hace otra cosa que asombrarse de que pueda haber gente así. Es decir: en el fondo lo menosprecia o lo considera inadaptado a la verdad desnuda del luchar cotidiano. ¡Qué diferencia entre Lázaro, intentando hacer comer al hidalgo toledano de sus limosnas, sin ofenderlo, sin herir su susceptibilidad a flor de piel, y el trato de Guzmán con el capitán, dándole vueltas a la vanidad y al lado flaco del hombre!
Frente a esto, como digo, se levanta la admirable arquitectura del libro, verdadera obra maestra. Los recursos expresivos aparecen ya usados al máximo, con una lozanía que, de cara al XVII, anuncia la lengua moderna. Alemán capta vivamente los ángulos expresivos de las situaciones, y sabe darlos sin el menor desdoro o vacilación, con una seguridad que se repite acertadamente al delinear los caracteres de los humanos. El procedimiento de la exageración sin llegar a la caricatura revela unas dotes inmensas de observación, de las que Alemán usa y abusa sin llegar a cansar ni a ser prolijo. Pero todo, y es lo que hay que destacar, está hecho sin el menor asomo de calor humano. Guzmán se recrea en la vertiente negativa de las gentes, aislandola de su proceder, poniéndola al desnudo con una habilidad sin igual. Parece que se hubiera detenido al borde de la existencia para ver qué cualidad oscura o pecaminosa halla en todo el que se le acerque. Naturalmente, acaba por encontrarla, y nos da el triste placer de ir destapándola cuando está oculta, animándola cuando es tímida, carcajeándose ya cuando la hace funcionar desplegadamente.
En el texto del Guzmán hay dos novelitas intercaladas: una morisca (Historia de Ozmín y Daraja) y otra italianizante (Clorinia). Librescas, literarias, vienen a suavizar, con su compuesta dulzura, la sequedad del Guzmán. Para el lector moderno la dureza se complica con las muy largas digresiones moralizadoras que acosan las páginas constantemente, digresiones que han sido enjuiciadas de muy diversas maneras. Desde la supresión hasta la máxima valoración. Muchas de ellas, dentro de una férrea ortodoxia católica, hacen el efecto de monólogos para justificarse o curarse en salud sobre la jugarreta que se prepara o que se acaba de cometer. De todos modos, lo que resalta después de leer el Guzmán es su universal creencia en la maldad del hombre, como condición inseparable de su naturaleza. Por lo demás, y como no podía ser menos, el pensamiento de Alemán se mueve dentro de los cauces rígidas de la Contrarreforma, sin vacilaciones ni desvíos.
Entre las dos partes del Guzmán salió una segunda, apócrifa, obra de JUAN MARTÍ, abogado valenciano, que firmó el libro con el seudónimo de Mateo Luján de Sayavedra (Valencia, 1602), del que sabemos muy poco. Mateo Alemán trató con cierta condescendencia a este autor que pretendía continuarle. Parece una ironía la expresión de Alemán de «holgara fueran míos» los conceptos contenidos en el libro. Esto, unido a otras afirmaciones dispersas por la segunda parte del Guzmán auténtico, hace pensar que Luján conoció de alguna forma el original de Alemán y que se aprovechó de él. Y, en efecto, aparte las alusiones de Alemán, están vivas las frecuentes coincidencias entre los dos libros. Alemán se vengó de su competidor sacándolo en su libro y haciendo que, enloquecido, se arrojara al mar.
En este posible robo literario hay una razón más para ver esa vida en irrefrenable sucesión de fracasos y disgustos que hemos señalado para Alemán. El libro de Martí tiene evidentemente valores y aciertos, pero el peso de la sospecha de su proceder, del posible aprovechamiento doloso, lo ha perjudicado en la estimación de la posteridad. De no documentarse la mala intención de Martí, preferible es suponer su continuación como un caso más que añadir a la larga lista de obras que, integradas en la colectividad por su fama y aceptación, fueron susceptibles de continuaciones (Lazarillo, Quijote, etc.). Un caso más de esa difusa anonimia representativa de la literatura española.
b) El Buscón
En 1626 se publicó por vez primera en Zaragoza la Historia de la vida del Buscón llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños. En seguida alcanzó enorme popularidad y su título tuvo una reducción familiar análoga a la que sufrió el Guzmán: Historia y vida del Gran Tacaño. Se reimprimió y se tradujo muy pronto a varias lenguas. El Buscón representa la cumbre de un arte y de un estilo. Su autor, don FRANCISCO DE QUEVEDO Y VILLEGAS (madrileño, 1580-1645), es una de las personalidades cimeras de la literatura española, y desde luego la cumbre del barroco literario. Quevedo compuso este libro mucho antes de que se publicara, y sus copias debieron de circular manuscritas. Se puede entrever que lo escribió hacia los veinticinco años, cuando aún tenía cercano el tiempo de su experiencia en la universidad alcalaína. Sigue las directrices puras del Lazarillo, y el vagabundaje se reduce al ámbito nacional (Alcalá, Madrid, Segovia, breves asomadas a Toledo y Sevilla). Aparecen en el libro ligeras alusiones a sucesos de finales del XVI, y no deja lugar a las digresiones moralizadoras. Su novela es una novela desnuda, acción ante todo, escuetamente llevada y asombrosamente construida.
El Buscón es don Pablos, hijo de un barbero de Segovia y de una especie de bruja. Un hermano era ladrón. Pablos entró al servicio de un hijo de don Alonso Coronel, don Diego. Amo y criado se instalaron, para estudiar, en casa del licenciado Cabra, que mataba de hambre a sus pupilos. Los dos tuvieron que salir de allí, delgadísimos y enfermos: los médicos mandaron que les limpiaran el polvo de la boca con unos zorros: tal había sido la inmovilidad de las dentaduras en aquel tiempo.
A continuación van a Alcalá, donde Pablos sufre las burlas y novatadas de los estudiantes, por cierto algunas muy sucias y repugnantes. En Alcalá, Pablos se distingue por sus habilidades y fullerías. Estando en esta vida, Pablos recibe una carta de su tío, el verdugo de Segovia, contándole detalladamente cómo ahorcó a su padre, y le anuncia la herencia. Pablos se despide de don Diego, su señor, y se dirige a Segovia. En el camino se tropieza con unos cuantos tipos notables; por ejemplo, un arbitrista que pretende aconsejar al Rey que, para conquistar a Amberes, debe secar el mar con esponjas; un esgrimidor que no paraba de hablar de estocadas en figuras geométricas, pero que tiene que huir a todo correr ante las acometidas de un mulato; un clérigo viejo, autor de poemas desatinados (un poema de cincuenta octavas reales a cada una de las once mil vírgenes); un «piadoso» ermitaño que se dedica a hacer trampas en el juego. Cuando llega a Segovia ve el cadáver de su padre, puesto en el borde del camino, como era costumbre hacer con los ajusticiados. Recoge los pocos ducados de su herencia y se vuelve a Madrid.
En el camino lo acompaña un hidalgo de largo y campanudo nombre, más muerto de hambre que cualquiera de los que hasta ahora hemos conocido, quien le explica el modo de vivir en la Corte sin tener que trabajar, sino, aparentando vestido y bolsa, hacerlo a costa del prójimo. Este hidalgo presenta a Pablos a una cofradía de tunantes, que asigna a nuestro personaje el barrio de San Luis para sus trapacerías. Se suceden las estafas y los equívocos hasta que Pablos va a la cárcel, donde adquiere gran experiencia en sobornos, etc. Al salir se va a una posada, donde engaña a la posadera por un procedimiento bien sencillo: contando y recontando, hasta alcanzar altas cantidades, unos pocos escudos que tenía. Sufrió un accidente de noche, al ir a ver a la moza, lo que le hizo nuevamente caer en manos de justicias: Ronda a unas damas con nombre fingido y es reconocido por su antiguo señor, don Diego Coronel, quien hace que lo apaleen. Una vez repuesto se va a Toledo, se hace cómico y alcanza fama en papeles de cruel y otros parecidos. Finalmente pasa a Sevilla, donde se hace fullero y donde intenta pasar a las Indias.
Solamente en las palabras finales hay una de esas moralejas o escapadas moralizantes: en las Indias le fue peor, «porque nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres». El libro es un continuado esfuerzo por mantener la calidad literaria de lo narrado, es decir: una prodigiosa voluntad de estilo. El Buscón es fundamentalmente literatura, sabiduría. Quevedo tiene delante una larga serie de modelos ilustres y se encuentra con la problemática de volver a hacerlos vivir en sus páginas con una nueva dimensión. Siguiendo la técnica y la estructura que habían sido fijadas por todos sus predecesores, y dándoles su caudal de experiencia y de agudísima observación, los amplifica y nos los da desde un ángulo distinto. Así, doña Aldonza, la bruja madre de Pablos, es Celestina; el dómine Cabra, avariento y roñoso sobre toda ponderación, tiene su antecedente en el clérigo de Maqueda, donde Lázaro sufre las hambres más agudas; el robo diminuto y continuado de la dueña de la casa de pupilos en Alcalá, y otros pormenores de la vida estudiantil, tienen su antecedente en los episodios análogos del Guzmán de Alfarache. También en la obra de Alemán se encuentra el antepasado de algunas costumbres del hampa madrileña. Este origen literario condiciona la actitud de Quevedo y le da a la vez su gran dimensión. Una dimensión estrictamente intelectual, estilizada, de difíciles contornos, pero lograda. Sobre la justa nivelación del antecedente, se proyecta su personal postura de sarcasmo y de ironía, y de tristeza, dándonos el personaje ya hecho, visto esperpénticamente, en un espejo cóncavo, como más tarde hará Valle-Inclán. Quevedo se acerca a la expresión perfecta y teórica de las cosas, la estruja con sorda cólera entre sus manos y nos la enseña. Una ficha de papel bien escuadrada es, en todas las partes de la tierra y para todos los ojos que la contemplen, la figura geométrica que tenga: un cuadrado, un rectángulo. Estrujada entre las manos por una razón cualquiera (cólera, desesperación, frenesí), seguirá siendo lo mismo que era, pero con altibajos y aristas nuevas, muchas dolorosas. Esto es lo que hace Quevedo con sus héroes. De ese proceso de ver el mundo a través de una lágrima, deformándolo, ha salido El Buscón, cumbre de literatura barroca. Todo en ella es el resultado de una consciente elaboración mental. El retrato tradicional, armonioso y continuado en sus líneas, se convierte en la descripción quimérica del dómine Cabra, meta de todas las desmesuras. Frente al equilibrio renacentista, esos zapatones que podrían ser tumbas de filisteo, o esa mirada por cuévanos. No en vano Quevedo cita con frecuencia, para auxiliarse en sus descripciones, al Bosco, pintor del que se encuentra muy cerca: las mismas posturas, la misma alucinación grotesca y febril.
Una vez que Quevedo ha logrado un acierto de este tipo, se recrea en él y lo prolonga añadiéndole nuevas y nuevas pinceladas, dando a veces la ingenua sensación de que lo convirtiera en un alarde de ingenio. Esto es típico de la andadura barroca, que le hace llegar a los extremos más acentuados. Si se trata de suciedad, no se detendrá ante lo más repugnante; si de naturalismo, ante las situaciones más escabrosas; sí de ironía, ante el sarcasmo más brutal; en el chiste, ante las contorsiones mentales más extrañas. Es decir: Quevedo es el representante de la desmesura barroca por antonomasia, extraña mezcla inestable de afán de huida y de anhelo de aventura. Nada más lejos de ese realismo comodón que se cuelga a la literatura española, que el Buscón, solamente real en la gran pirueta intelectual que le va dando vida. El Tacaño es el Gran Tacaño, como otros personajes son naricísimos; el mísero es el Protomiseria, etc. Dentro de este anhelo de gesto, de mueca sin rival, el Buscón es la cumbre de un arte y de un estilo.
c) Vida del escudero Marcos de Obregón
La Vida del escudero Marcos de Obregón marca un nuevo ángulo visual en la historia de la novela picaresca. Tan diverso, tan alejado de todo lo que venimos señalando —51→ hasta ahora, que con facilidad puede no ser considerada como tal novela picaresca, sino como un libro de memorias, experiente y sosegado, donde el autor, mezclando íntimamente la vida y la fantasía, logra hilvanar un libro de fuerte personalidad y de ricos matices. Suprime mucho las digresiones moralizadoras, reduciéndolas a pinceladas dispersas y entrelazadas con las aventuras, y pone siempre un regusto de verdad, que emana de la presencia constante del autor en las páginas.
Marcos de Obregón fue escrito por VICENTE ESPINEL (1550-1624), andaluz de Ronda, del que sabemos lo suficiente para colocarlo en el tablero europeo con cierta precisión. Aparte los documentos, abundantes, queda la gran cantidad de noticias autobiográficas, contenidas en el libro. Estudió en Salamanca, donde sus grandes dotes literarias y musicales ya le crearon un círculo escogido del que va a participar siempre. Vivió en Valladolid algún tiempo y en Sevilla. Pasó a Italia, viaje en el que, probablemente aventura inventada, fue apresado por piratas y conducido a Argel. Lo encontramos en Génova en 1578. Hizo un viaje corto por Flandes. Terminó sus estudios en Granada, se ordenó de sacerdote y consiguió una capellanía en Ronda, que le proporcionó algunos disgustos con sus colegas de vida religiosa. Desde 1598 vive en Madrid, donde es maestro de música y capellán en la Capilla del Obispo2, y donde muere, estimado y conocido de todos en 1624.
La fama terrena de Espinel era debida a su poesía y a su música. Reformó la décima hasta darle la forma que hoy tiene y que por él fue llamada espinela, y añadió una cuerda más a la guitarra, la quinta. En este ambiente de bienestar relativo y de fama notoria, publicó su única novela, en la que recapacita sobre su turbulenta vida pasada, sus recuerdos y estimaciones actuales, y sobre la vida que hubiese querido vivir y no vivió. De tal mezcla sale el extraño y apasionante libro, dividido en tres Relaciones, repartidas, a su vez, en Descansos. El autor no descuida explicar cumplidamente el propósito educador de su libro.
Marcos de Obregón cuenta su vida desde el recuerdo, ya viejo, ordenadas sus cosas para pasar el puerto definitivo. Recuerda sus años de estudiante en Salamanca, con viva afección, y sus viajes a la Universidad. En esos viajes se cuenta lo anecdótico y lo que deja recuerdo ameno o con una posible evidencia de moralizador: encuentro con salteadores, gitanos que roban, etc. Cuenta sus andanzas militares y alguna aventura amorosa frustrada.
La Relación segunda, además de algún suceso popular ya, como la aparición del difunto al Marqués de las Navas, cuenta su episodio argelino, en el que se destacan sus relaciones, puras, con la hija de su dueño, y algún episodio de tipo folklórico, graciosamente engarzado en el total de la narración. La Relación tercera cuenta las aventuras italianas y la vuelta a la corte madrileña con innumerables episodios divertidos (matones, estafas de cortesanas). Vuelve a Andalucía, donde se encuentra con los hijos de su antiguo señor pirata, y, casualmente, con el doctor Sagredo, personaje que abre el libro y vuelve a aparecer para cerrarlo, y al que Obregón había servido en Madrid. Este médico le cuenta una fantástica expedición a las Indias.
Contado así, sucintamente, inconexamente, no se puede apreciar la variada dimensión de la novela. Pero en este mismo balbuceo dificultoso para exponer un argumento, hallamos también el gran rasgo diferenciador del libro: su identificación con la vida, su falta de rigor ordenancista. Porque la vida no tiene fábula prevista, sino que es una ininterrumpida sucesión de azares inexplicables y sin dependencia entre sí. Y el libro nos da, muy de primera mano, esa impresión de milagroso devenir. Todo ocurre sobre un fondo de nombres y personas reales, auténticas, que hacen en el libro lo mismo que hicieron en carne y hueso sobre esta tierra de Dios. Y esos personajes son, además, personajes conocidos, famosos por su tarea o por su esfuerzo. De ahí el tono apagado que suele dominar en el libro: también la vida se desliza sin grandes brillos, sin grandes aspavientos. Ha aprendido de Lazarillo a mirar su contorno y nos lo cuenta con una suprema dignidad, aficionado a las tintas sobrias, sin los contrastes ni la caricatura del Buscón. Marcos de Obregón es un libro ante todo sonriente, con un gesto de comprensión. Los pecados y caídas de los hombres son vistos por Espinel indulgentemente, sin sátira, explicados como fruto de la poca experiencia o de la impremeditación. El vicioso es ante todo un necio, con una visión horaciana. Esta preocupación por la bondad se refleja en la huida del hampa, que llena otras novelas, en la selección que refleja todo el libro, selección que alcanza a las personas, a las cosas y al vivir entero.
De esta selección nace quizás el agudo sentimiento de la naturaleza, regaladamente expuesto varias veces en la novela. Sentimiento sin presencia en las anteriores (salvo las pinceladas concretas del Lazarillo). Obregón, por ejemplo, nos habla de la luz de Sevilla con emoción, entre vida y recuerdo, pero haciéndola ver cumplidamente. Y se consuela con el perfume de las flores, y con el color y la brisa de las horas. Se nota en el autor el regalo con que habla de motivos extraliterarios, pero que nos lo colocan una vez más viviendo ante nosotros. Se detiene en decirnos cómo es la reacción de los demás pueblos ante los españoles, percibiendo agudamente la verdad de la situación histórica y las razones que la mueven. En fin, el tono de descansada elegía, a vueltas con lo que se quiso hacer y no se pudo, el anhelo y la verdad concreta, vistos desde una lejanía literaria, hacen de este libro un antecedente claro de lo que será el arte novelesco moderno, de Pirandello y Unamuno. Una perspectiva vital donde es difícil separar la verdad soñada de la verdad vivida, pero las dos juntas la única verdad: la verdad artística.
A fin de destacar lo que tiene de común y lo que presenta de portentoso hallazgo este librito, bastará hacer una comparación con alguna situación análoga en los otros libros. Pensemos en una ocasión parecida: el momento en que el pícaro vuelve, por alguna razón, a su casa, a su refugio. Un buen día, tres héroes de nuestros viejos libros han vuelto a su casa después de una aventura más o menos difícil, pero siempre amarga: sobrevivir de alguna forma. Lázaro de Tormes en Toledo; Pablos, en Segovia; Marcos de Obregón, en Madrid. Los tres se mueven, fatigados, bajo la misma luz delgada de la meseta. Lázaro ha estado todo el día correteando por las callejas empinadas de Toledo, pordioseando. Trae unos cuantos mendrugos escondidos en el regazo, y el día inútil se le agolpa en las sienes, punzante. Y al entrar en su casa, donde se debería suponer que le espera el descanso, unas manos amables, no encuentra más que el jergón sucio y compartido, la humedad, el desamparo. Allí dentro no estamos a gusto, sino que un afán de huida vuelve a empujarnos de nuevo a la calle en ansia de vivir. Algo parecido ocurre con la vuelta de Pablos. La casa a donde Pablos regresa es la casa del verdugo, un cuartucho oscuro, muy a tono con su habitante, donde tres bribones comparten la trampa y la borrachera. Quevedo no escatima los procedimientos de exagerar esa ruindad: las conversaciones turbias, los desperdicios de la comida derramados. También nos invade, como antes con Lázaro, un malestar, un afán de escape. (No vale la pena pensar en un regreso de Guzmán, obsesionado por el rencor y el anhelo de venganza.)
Ahora, regresemos con Marcos de Obregón. Viene también cansado, un día entero arriba y abajo y sin comer, viejo, cargado de dolores (ese reuma que lo trae a mal traer y del que habla tantas veces a lo largo del libro). Y al llegar a su cuarto no nos encontramos nada de lo que venimos viendo. Allí hay libros. Y con los libros, Marcos se dispone a disimular su hambre, sus pesadumbres. Es realmente extraordinario este giro vital en la actitud del escritor. La vida del escudero Marcos de Obregón se nos presenta así como un libro de evidente modernidad, alejado de toda la topística ocasional y repetida de los mitos picarescos. Influida, explicada, sí, por lo picaresco, pero ya esencialmente diferente.
Marcos de Obregón tuvo gran fortuna. Publicado en 1618, tuvo ese mismo año varias ediciones españolas y la primera traducción francesa. Precisamente en Francia el libro alcanzó gran eco, y llegó a tener una categoría verdaderamente universal. Eso se debió al Gil Blas de Santillana, de A. RENATO LESAGE, libro inspirado en gran parte en Marcos de Obregón. Voltaire lo consideraba un verdadero plagio de la novela española. El Padre Isla, en nuestro lado, recogió la acusación y tradujo el libro con un título que aludía a la «devolución» o restitución de su contenido a España. Desde entonces provienen unas largas polémicas, más bien inútiles, sobre la originalidad de Lesage. Un original español, así, rotundamente, no ha existido para Gil Blas. Lesage se inspiró en muchos libros españoles para zurcir su historia, y de entre todos es el Obregón el más utilizado. Pero también utilizó el Guzmán, el Estebanillo González, e incluso novelas menores de Salas Barbadillo y alguna comedia de Rojas Zorrilla, aparte libros de viajes e históricos, etc. Se trata, sin más, de una fuerte y fructífera proyección más del gran aliento del Siglo de Oro, dentro del marco de la imitación, tanto más interesante cuanto que por esa fecha ya estaba exhausto el filón picaresco de la Península.
ch) El diablo cojuelo
Para terminar esta revisión de las grandes novelas picarescas, falta recordar la obra de LUIS VÉLEZ DE GUEVARA, El diablo cojuelo. Su autor, natural de Écija (1579-1644), debió su nombradía especialmente a sus obras dramáticas, arte en el que, dentro de la escuela de Lope de Vega, alcanzó evidente gracia y maestría. En 1641 publicó por vez primera El diablo cojuelo, con el subtítulo Verdades soñadas y novelas de la otra vida traducidas a ésta. Este subtítulo nos trae al pensamiento el arte de Quevedo, del que está bastante cerca, aunque sin la amargura crítica del Buscón. La sátira de Vélez no tiene la aguda incisión de los que hemos venido recordando, sino que se limita a divertirse a costa de la necedad humana. Es una literatura que ya está henchida de desengaño.
Su argumento es bien sencillo y ameno. Un estudiante, don Cleofás Pérez Zambullo, huye de la justicia por los tejados. Cae en la buhardilla de un nigromante que tiene encerrado en una redoma al diablillo cojuelo. El estudiante lo libera, y el diablo, agradecido, le enseña el contrahaz de la vida, llevándolo por los aires de un sitio a otro, y levantando los tejados como capas de un pastel para ver lo que ocultan. Así se pasa revista a pícaros, maleantes, comerciantes, etc. La novela termina yéndose cada uno a su sitio. El diablo al infierno, y el estudiante a continuar sus estudios a Alcalá.
El arte de Vélez está a caballo entre Quevedo y Góngora. Su prosa abunda en difíciles juegos de palabras, y revela una gran experiencia y sabiduría de escritor, aparte una excepcional gracia para observar el lado ridículo de las cosas y las gentes. No moraliza nunca, lo que hace que su libro sea hoy de los de más fácil y agradable lectura. Los personajes gesticulan ante nosotros, exagerando sus flaquezas, sin perdernos en las lentas digresiones morales que hemos venido viendo hasta ahora.
El diablo cojuelo tuvo también su popularidad. Lesage, tan conocedor de la literatura española, hizo una imitación, en ocasiones traducción, a la que tituló Diable boiteux (1707). La obra del francés se resiente de la falsedad que le da el no tener en su raíz los abundantes motivos folklóricos usados por Vélez, y de un estilo excesivamente analítico. Sin embargo, supo ensanchar la base española y hacer desfilar, «a la picaresca», multitud de tipos franceses.
d) Estebanillo González
Último escalón importante de la picaresca en el siglo XVII es la Vida de Estebanillo González, hombre de buen humor, compuesta por él mismo (Amberes, 1646). Se trata de una autobiografía novelada, hecha por Estebanillo González, bufón de Octavio Piccolomini, el famoso general de la guerra de Treinta Años. También fue bufón del Cardenal Infante don Fernando, hermano de Felipe IV y gobernador de Flandes. Según narra la novela, Estebanillo era gallego, y muy pronto pasó con su padre a Roma. Abandona la casa familiar y, lanzándose a la aventura, desempeña multitud de oficios (marmitón de cocina, fullero, soldado desertor, cirujano falso, etc.), variedad que repite al regresar a España, donde es condenado a muerte e indultado. Atraviesa a Flandes, Alemania, Polonia e Italia, siguiendo a los ejércitos, en los que es el primero en el botín y el fugitivo primero en la pelea. Después de largos años de servir como bufón a los grandes, consigue un permiso para establecer en Nápoles una casa de juego. En ese momento es cuando escribe su vida.
Estebanillo refleja una absoluta insensibilidad moral. Ni hace observaciones morales ni le importa tal menester. Se divierte, come, bebe, engaña y roba y no comenta. Tampoco le importa hacernos ver faceta alguna de las gentes con que se roza. Es decir: estamos ya en un arte muy alejado de la picaresca inicial, en la que siempre hemos ido viendo una valoración de la vida y una preocupación por su fluctuar. Nos encontramos ya ante una novela de escueta aventura, sin la hondura nacional de las anteriores. La novela picaresca se ha desintegrado, mezclándose con otros sistemas. Cuando vuelva —59→ a aparecer en el siglo XVIII, en la Vida de TORRES VILLARROEL (1693-1770), aparte la narración autobiográfica y el variado trajín (médico, ermitaño, soldado, danzante, torero), será el recuerdo de Quevedo lo más destacado. Es decir: estaremos ya en una visión libresca de los temas y de las circunstancias. Quedará ya para siempre cierta preocupación por los humanos desheredados, por la infrahumanidad si se quiere, vista según las exigencias de cada momento y de cada circunstancia histórica, tal y como el Lazarillo había empezado a ver. Pero el aliento literario de la novela por el Lazarillo canonizado, estaba muerto, entremezclado con otras formas de novela, igualmente valiosas y legítimas, pero ya no exclusivamente picarescas.
IV. Otras formas de la picaresca
a) La picaresca cervantina
Dentro de estas formas mixtas de novela, la más destacada es la suave picaresca cervantina, llena, como toda la obra de su autor, de una admirable sonrisa, de una general indulgencia. En Cervantes se mezclan los elementos de la picaresca al uso (recordemos cómo sabía él muy bien lo que debía ser una novela picaresca, y cómo no la escribe; véase nota, pág. 14) con la novela corta de origen italiano. Rinconete y Cortadillo revela el primer contacto entre ellas. Del Rinconete sale un mundo luminoso y jovial, que ha hecho que algún crítico, como Menéndez Pelayo, haya dicho a este propósito: Cervantes «Camina por otros rumbos, no la imita nunca (a la picaresca)». Y en otra ocasión: «Mateo Alemán, uno de los escritores más originales y vigorosos de nuestra lengua, pero tan diverso de Cervantes, en fondo y forma, que no parece contemporáneo suyo, ni prójimo siquiera». Sí, realmente es difícil ver cómo, habiendo tanto pícaro en las páginas de Rinconete, este libro no es una novela picaresca. Simplemente ocurre que Cervantes tenía una visión del mundo mucho más compleja que la de la pura narración picaresca (complejidad ya entrevista en Lazarillo) y trata a los pícaros como una de tantas manifestaciones del vivir íntegro de su obra, dándoles su peculiar sonrisa y generosidad. Un pícaro para Cervantes es un objeto. En el Coloquio de los perros, Cipión y Berganza, los perros, conducen a todos los seres a que se refieren, tanto moral como artísticamente. Ni una sola vez el pícaro llega a ser el dueño de la situación, sino que sigue siéndolo la ideología cervantina, bien lejana del canon de lo que llamamos novela picaresca, en especial a partir del Guzmán. Presentar héroes picarescos no quiere decir que la novela sea ya picaresca. En Cervantes, la más honda creación literaria del mundo occidental, lo típico es el no atarse a ninguna situación dogmática, por muy garantizado, éxito que tuviera. En Cervantes, de pensar en situaciones previas, habría que aceptar la idealista y soñadora del Persiles. Su espíritu inquieto y avizor, en perpetua subida creadora, no podía quedar atado a que un mozo con muchos amos hiciera una serie de cosas porque sí. Un pícaro en Cervantes ha de hacer lo que Cervantes quiera, y esto puede ser muy diverso, amplio como la vida misma, incluidas todas las reacciones susceptibles de belleza y de bondad. En esto está la radical diferencia entre la picaresca no picaresca de Cervantes y la tradicional. Reconozcamos, sin embargo, que la raíz lejana de esta actitud cervantina también estaba en el Lazarillo.
b) Formas menores de la picaresca
Para concluir con esta revisión de la novela picaresca, recordaré aquí los libros que, sin ser de primera fila, deben ser conocidos, y también aquellos donde las formas picarescas se dan ya en franca desintegración:
La pícara Justina, publicada en 1605 en Medina del Campo, bajo el nombre de FRANCISCO LÓPEZ DE ÚBEDA, autoría de la cual no estamos muy seguros. Para Cervantes, La pícara Justina era un libro poco agradable. Se trata de un libro lleno de una gracia chocarrera y vulgar, escrito con una gran propensión a los retruécanos y juegos de palabras. Su mayor encanto estriba hoy en la abundancia de giros y expresiones coloquiales, lo que nos pone en estrecho contacto con la lengua hablada de su tiempo. Tiene, además, la cualidad de ser el libro inaugural de la picaresca femenina. La expresión moralizadora viene reducida al final de cada capítulo, en forma de moraleja, que, en ocasiones, apenas tiene relación con lo narrado. La pícara Justina fue muy conocida y traducida a pesar de sus dificultades. Muchas de las traducciones se hicieron con amplificaciones y arreglos.
Dentro de esta línea femenina está la picaresca de ALONSO JERÓNIMO DE SALAS BARBADILLO (1581-1635), escritor de copiosa y múltiple producción. Sus abundantes novelas sirven excepcionalmente para conocer las costumbres y la vida diaria de la corte en su tiempo. De entre ellas se destaca para nuestro interés La hija de Celestina o La ingeniosa Elena, que sigue la norma estrenada por La pícara Justina de hacer de una mujer el héroe. La novela revela una gran admiración por La Celestina. Elena, después de una larga serie de fullerías y engaños, acaba ahorcada y su falso marido, asesinado. La forma dialogada, también presente en El sagaz Estacio, marido examinado, revelan ya la lejanía de la norma autobiográfica de la tradición picaresca. La novela de Salas tiende a un tipo de narración costumbrista.
El doctor CARLOS GARCÍA publicó en París, 1619, La desordenada codicia de los bienes ajenos, donde un ladrón cuenta sus fechorías en forma autobiográfica. El libro tiene fundamentalmente un valor documental. Más interés ofrece la obra de JERÓNIMO DE ALCALÁ, médico segoviano (1563-1632), Alonso, mozo de muchos amos o El donado hablador, publicada en 1624. Se trata de una última y culta prolongación del Lazarillo, verdadero monólogo (ya que las interrupciones son solamente las imprescindibles para mantener viva la novela). En general hay que destacar que el héroe no participa de las aventuras picarescas, sino que se limita a verlas y a censurarlas, lo que aumenta su parecido con Marcos de Obregón. También lo acerca a éste su sátira indulgente, que le hace en ocasiones contemplar las penalidades ajenas con verdadero amor.
Dentro de la estrecha unión con la novela cortesana, aparece la picaresca suave de ALONSO DEL CASTILLO SOLÓRZANO (1584-1648). Castillo organizó su trabajo sobre la base de series de novelas, siguiendo las tramas de abolengo (el Decamerón, los Cigarrales de Tirso, etc.). Provisto de notables dotes de narrador creó una forma picaresca suave, de fina gracia y desenvoltura expresiva. Aparte su copiosa producción de aire más decididamente cortesano, recordaremos aquí Las harpías de Madrid y coche de las estafas (1631), quizá la más decididamente picaresca, pero sin la forma tradicional autobiográfica. Este sistema expresivo reaparece en La niña de los embustes, Teresa de Manzanares, donde la protagonista narra sus innumerables robos. Pero su fama picaresca procede sobre toda de Aventuras del bachiller Trapaza y su continuación La garduña de Sevilla y anzuelo de las bolsas (1642). La garduña tiene como personaje otra mujer, Rufina, digna continuadora de la serie de truhanas picarescas, que roba a veces a sus mismos cómplices. El propósito moralizador es evidente y manifiesto desde el principio, con lo que el autor se evita la reiteración en el consejo o en el sermoneo de los demás libros. La novela está llevada con gran habilidad, la trama se desarrolla con verdadero talento y el estilo rápido y limpio hace muy fácil y agradable su lectura. La interferencia con otros géneros aparece patente en la intercalación de varias novelitas breves a manera de los episodios del Decamerón. Lo que buscaremos en vano es la acritud o la amargura de Alemán o de Quevedo. En Castillo, lo picaresco es ya un elemento estético más, en parangón o igualdad con otros diferentes, al que él sabe sacar buen partido.
En Ruan, 1644, publicó ANTONIO ENRÍQUEZ GÓMEZ (1600-1660), judío segoviano que vivió en Francia, su obra satírica El siglo pitagórico. En ella, el autor (que fue quemado en efigie por la Inquisición de Sevilla), supone que su alma, por transmigración, recorre varios personajes: un ambicioso, un malsín, una dama, un valido, un hipócrita, un avaro, un doctor, un soberbio, un ladrón, un arbitrista, un hidalgo y un varón virtuoso. En la transmigración quinta se encuentra la Vida de don Gregorio Guadaña, verdadera novela —64→ picaresca que, aunque recuerde al Buscón, no tiene sus «tintas amargas, sino que se decide por el chiste fácil y divertido, a veces obsceno, pero ingeniosamente conducido. El zurcido de Gregorio Guadaña en El siglo pitagórico resulta un tanto forzado.
Matices picarescos pueden recogerse aún en la obra de GONZALO DE CÉSPEDES Y MENESES (1585-1638), quien publicó en Lisboa (1626) La varia fortuna del soldado Píndaro. Este libro es la primera muestra importante de cómo la picaresca se convierte en simple novela de aventuras. En ella se encuentran muchos episodios de pícaros, escenas de la prisión, burlas de la justicia, matonerías, etc. El sentido moralizador no está expuesto detalladamente, sino implícito en los lances diversos.
Terminaremos esta revisión de los últimos latidos picarescos, recordando Los antojos de mejor vista, de RODRIGO FERNÁNDEZ DE RIBERA (hacia 1625), precedente de El diablo cojuelo, pues emplea un artificio parecido para poner al desnudo las lacras de la sociedad. Publicó también El mesón del mundo (1631), donde desfilan innumerables tipos humanos. Revelan ambas obras un pesimismo claro, y sirven de nexo entre la picaresca y el costumbrismo. ANTONIO LIÑÁN Y VERDUGO representa un papel muy parecido con su Avisos y guía de forasteros que vienen a la corte (1620). La obra es un desfile de los tipos pintorescos que pululan por la ciudad, contra los cuales se intenta poner en prevención al recién llegado incauto. El matiz picaresca es muy clara en los cuentos y anécdotas que se recogen. Ya hacia el costumbrismo más declarado se vierte la producción de MARÍA DE ZAYAS Y SOTOMAYOR, autora de innumerables novelas cortas, con variados casos de picaresca esporádica. La novela de esta autora más claramente inserta en nuestra preocupación de hoy es El castigo de la miseria. Asimismo en la obra de FRANCISCO SANTOS, especialmente Periquillo el de las gallineras, o de JUAN DE ZABALETA, El día de fiesta por la tarde, la picaresca está ya desintegrada, revuelta con el costumbrismo o la aventura, en igualdad de categoría sus elementos con otros muchos que habían tenido vigencia artística quizá mucho antes, o quizá nuevos. El aliento que produjo tan admirable manifestación literaria estaba vacío. Todos estos escritores que citamos en último lugar, y su producción, pueden darse por terminados en 1700. Un nuevo estilo de vida había aparecido, y con él una nueva literatura. Pero siempre, y con un especial cariño por parte de los escritores españoles, los temas picarescos vuelven a salir aquí y allá en los más encontrados y dispares autores. Lejos, la prodigiosa invención del Lazarillo anima con su mandato de buscar al hombre, al que solo Dios sabe cómo, anda y se desvive a nuestro lado.
Nota bibliográfica
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Los textos de las esenciales novelas picarescas son fácilmente accesibles en las ediciones de la Colección Clásicos Castellanos, de Espasa Calpe. Allí se encuentran:
Tomo 5: QUEVEDO, El Buscón. Edición y prólogo de AMÉRICO CASTRO. Madrid, 2ª ed.
Tomo 7: TORRES VILLARROEL, Vida. Edición, prólogo y notas de FEDERICO DE ONÍS.
Tomo 25: El Lazarillo de Tormes. Edición y prólogo de JULIO CEJADOR.
Tomos 27 y 36: CERVANTES, Novelas ejemplares, Edición de F. RODRÍGUEZ MARÍN.
Tomo 38: VÉLEZ DE GUEVARA, El diablo cojuelo. Edición, prólogo y notas de F. RODRÍGUEZ MARÍN.
Tomo 42: CASTILLO SOLÓRZANO, La garduña de Sevilla y anzuelo de las bolsas. Edición de RUIZ MORCUENDE.
Tomos 43 y 51: VICENTE ESPINEL, Vida del escudero Marcos de Obregón. Edición, prólogo y notas de SAMUEL GILI GAYA.
Tomo 57: SALAS BARBADILLO, La peregrinación sabia y El sagaz Estacio, marido examinado. Edición y notas de FRANCISCO A. DE ICAZA.
Tomos 73, 83, 90, 93 y 114: MATEO ALEMÁN, Guzmán de Alfarache. Edición, prólogo y notas de SAMUEL GILI GAYA.
Tomos 108 y 109: Estebanillo González. Edición, prólogo y notas de J. MILLÉ JIMÉNEZ.
Una colección de textos picarescos de agradable lectura existe en La novela picaresca española, Madrid, Aguilar 1943. Estudios, selección, prólogos y notas de ÁNGEL VALBUENA PRAT.
Estructura del Lazarillo de Tormes:
(...) sus distintos tratados tienen su origen (...) en distintas consejas o motivos más o menos folklóricos. (...) la penetración de Lazarillo como personaje principal en las distintas consejas va a suponer la perturbación total de esas consejas, aprehendidas para un yo-protagonista, y la consecuente eliminación del tiempo narrativo interepisódico (...) porque el yo-protagonista dialoga con un otro que se sucede (ciego; clérigo; escudero; etc.) dentro de la acción que es funció de sí misma. Es decir, que los episodios no están en función de un diálogo fuera de ellos, sino que son función y acción de sí mismos en orden de llegada al hoy desde el que narra.
En consecuencia, la estructura del Lazarillo puede representarse así:
Según el profesor Erwin Haverbeck en su estudio "La Novela Picaresca en España" del Instituto de Filología Hispánica.
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