miércoles, 23 de diciembre de 2009

Neoclasicismo: Tragedia Neoclásica Francesa

(El juramento de los Horacios - David)

El Lirismo en la Tragedia Neoclásica Francesa

El lirismo en la tragedia.- Orígenes de este género dramático en Francia.- El «romanticismo épico» de Corneille y el «romantismo lírico» de Racine.- El lirismo de algunos clásicos.- Racine; su genio; su obra; examen de «Fedra»; los dos méritos principales de Racine; su genio indiscutible.- Esbozo de bibliografía


No es necesario esperar a que el romanticismo despunte en el horizonte para encontrar un tipo perfecto de lírico sentimental: y este tipo se nos presenta dentro de un género muy nacional en Francia; justamente el género contra el cual se alzaron los románticos, siglo y medio después, en ruidosa manifestación, dando por supuesto que atacaban al clasicismo. En la tragedia, con sus reglas aristotélicas, su pomposo aire de corte y su convencional y majestuoso entonamiento, es donde Racine ahonda en los tipos líricos, con muy superior conocimiento del alma humana del que demostraron los románticos después.


El período de la tragedia clásica en Francia, empieza en el siglo XVI, llega hasta el XVIII y aún se prolonga hasta principios del XIX. Y la tragedia vino de Italia, mediante traducciones, como más tarde el teatro romántico había de iniciarse con la traducción de Shakespeare. Ya en la tragedia contemporánea del Renacimiento se prescribía la regla de las unidades y entraba triunfante el elemento histórico. Desde fines del XVI puede asegurarse que en Francia arraiga la tragedia. Pero no es la historia nacional la que da asunto a sus producciones, sino la de la antigüedad y de los países exóticos, y, en particular, Racine siguió la tradición fielmente. Los trágicos del siglo XVI, Jodelle, Grévin, los dos de la Taille, Montchrétien, tratan asuntos como Cleopatra, Dido, Medea, Agamenón, Darío y Alejandro, Aquiles, Lucrecia. Apenas se desliza un asunto cristiano, y el autor que hizo correr lágrimas con un episodio de las Cruzadas, fue, tardíamente, ¿quién creeríamos? Voltaire.

Algún trágico del período del Renacimiento ha dejado nombre; verbigracia, Garnier, que se inspira sobre todo en la tragedia griega. En él aparece por primera vez en la escena francesa el personaje de Hipólito.


Una de las cosas en que se apoyaron los románticos para condenar la tragedia, fue la famosa ley de las unidades. Recordemos que vino de Italia a Francia; es decir, que fue resucitada en Italia por Escalígero, en su Poética, y desarrollada por Trisino, recogiendo la doctrina de Aristóteles, que distingue a la tragedia de la epopeya, porque la primera ha de terminarse en una jornada sola, es decir, en un día natural, y la epopeya no tiene tiempo limitado.

No ignoramos que nuestro Cervantes está en esto conforme con los autores italianos y franceses, y ahoga calurosamente por la unidad, no sólo de tiempo, sino de lugar, en términos que luego ha de repetir Boileau. No fue, pues, en Francia donde nació y se propagó la teoría de las unidades, o al menos donde resurgió. Y esto lo proclaman ilustres críticos franceses, como si vindicasen a su patria de un error o de una imputación injusta.


El propio Boileau protesta contra la influencia de los italianos en Francia, y al hacerlo recaba el derecho de legislar en cuestiones estéticas, de introducir la disciplina y el orden, no sólo en el teatro, sino en todos los géneros literarios. Y aún va más allá, y su doctrina es tal, que no podemos hacer más que declararla perfectamente ortodoxa. Nada es bello sino lo verdadero; sólo lo verdadero es amable; la naturaleza debe ser nuestro único estudio; el objeto más repugnante, un monstruo, puede ser grato si el arte lo imita. Al lado de esta doctrina tan amplia, Boileau expone otra restrictiva: la naturaleza no es fin del arte, sino cuando responde al buen sentido y a la razón, que son de todo tiempo, de todo lugar, de todo pueblo y de toda estirpe humana. Y ésta es asimismo la opinión de Racine. El buen sentido y la razón, en todos los siglos son iguales. Es decir, que hay un común humano, de sentimientos y de pasiones, que lo mismo en el París de Luis XIV, que en la Atenas de Pericles, puede servir de base trágica y hasta cómica. De esta teoría nace la dramaturgia de Racine.

Afortunadamente para él, su inspiración fue más allá de su sistema. No es únicamente el buen sentido y la razón lo que campea en Racine. En la tragedia francesa tenemos que considerar dos tendencias importantes a nuestro objeto: el romanticismo épico de Corneille, y el romanticismo lírico de Racine.


Cuando leo que no se sabe de dónde tomaría Corneille los elementos de su teatro, pues antes de él no salió a la escena francesa obra digna de atención, sino oscuras tentativas y traducciones, lo cual tampoco es enteramente exacto, pienso que se sabe perfectamente, y que Alejandro Hardy, al inspirarse en Lope de Vega, abrió el camino al autor del Cid, que es en todo un hispanizante. Y cuando le alaban porque en sus tragicomedias fue el precursor del drama, y hasta del drama burgués y de costumbres, se me ocurre que nuestro teatro encierra todos esos géneros, y va de lo trágico a lo cómico, en la vasta escala de sus creaciones.

Y no es solo nuestro teatro, tal cual era cuando Corneille vivía. Son las fuentes de ese teatro y de tantas formas de nuestra literatura, lo que Corneille aprovecha al escribir el Cid, cuyos orígenes están en el romanticismo heroico del Romancero. Acaso no lo conociese en sus textos, pero estaba empapado de su jugo, al través de Guillén de Castro, aunque en el Cid francés estén falseados los caracteres del Campeador y de Jimena; aunque se convierta en casuística de deber, honor y amor frío aquella sencillez épica de ambos personajes en sus gestas castellanas. Es algo, no obstante, muy español lo que palpita en el Cid, como es español, calderoniano, de auto sacramental transformado, Puliuto. Más desembozada y literalmente aún imitó Corneille a los dramáticos y cómicos españoles, en otras obras.


De suerte que, en pleno Siglo de Oro, encontramos un vibrante romanticismo épico dominando en un género que parece tan genuinamente francés como la tragedia clásica. Sin salir de este período clásico, se han advertido otras señales de la inmanencia del elemento romántico y lírico. Una tendencia invisible afirma la personalidad, allí donde menos se creería. El filósofo Descartes deduce su existencia del fenómeno interior del pensamiento, y un moralista y místico, Pascal, hace una afirmación muy parecida. La autoridad y la disciplina literaria y social no son tan respetadas en el Siglo de Oro como a primera vista se creyera; díganlo aquellos libertinos que capitaneaba Régnier, dígalo el mismo teatro de Moliére y la poesía de Lafontaine, que propenden a una insubordinación latente o manifiesta. Pascal es realmente un alma lírica, torturada y enferma, si no del mal siglo, de algo análogo, infinitamente doloroso. Los que comparan el sufrimiento de Pascal con el de René, no carecen de pruebas en que apoyarse.

Hasta en el grande y venerable Bossuet se descubre la expresión del lirismo, y no falta quien vea en él a un antecesor de Víctor Hugo, en la Tristeza del Olimpo, y de Lamartine, en el Lago.


Claro es que existe una diferencia profunda en las consecuencias que cada cual saca de la consideración del humano destino, triste y miserable. Bossuet señala la fe, como solución al enigma.

Pero donde se ha visto más claramente al precursor del lirismo romántico, es, como hemos reconocido, en Racine.


Racine se crió a la sombra de Port Royal; es decir, que recibió una primera educación jansenista. Los jansenistas eran austeros en su moral, y bajo su dirección pudo Racine aprender a considerar despacio los problemas del alma humana, y cultivar un sentimiento ascético y elevado, y preocuparse del más allá, y del pecado, como hacían ellos. Cuando los jansenistas y la casa de Port Royal sufrieron persecución, Racine, que se aproximaba a los veinte años y leía a escondidas novelas griegas -por lo cual sus severos maestros le reprendían y le acusaban de mantenerse de veneno-, se apartó de ellos, entró en el mundo y, como diríamos hoy, se dedicó al teatro, cosa que tampoco fue del gusto de aquellos santos varones, que no eran tartufos, pero en arte eran beocios, caso frecuente en solitarios, ascetas y místicos fríos. No tengo tiempo de fundar la distinción entre los que llamo místicos fríos y los místicos tan profundamente artísticos como nuestra Santa Teresa; ni hace falta, para lo que voy a decir de Racine.

Entre dos períodos de fervor religioso, el de la primera juventud y el del fin de la vida, después de lo que se llamó su conversión, y al dejar de escribir tragedias y comedias, Racine, en la existencia azarosa del teatro, conoció los secretos del corazón humano, la trama de las pasiones, y no lo conoció solamente por verlo, sino porque lo experimentó personalmente; porque amó y sufrió, y fue traicionado por mujeres, y pudo encontrar en sí mismo los sentimientos que tan cumplidamente expresan sus héroes y heroínas.


Bien se puede afirmar que en la tragedia de Racine hay el subjetivismo que falta en los dramas románticos de Víctor Hugo, los cuales son, por decirlo así, externos a su autor. Y también conviene notar cómo en las tragedias de Racine, cuyos asuntos en su mayor parte están tomados de la antigüedad, bajo el disfraz griego y romano laten los sentires de su generación, y en especial de la corte de Luis XIV, y algunos, transparentemente (como, por ejemplo, Berenice), son el análisis elegiaco de las penas amorosas del gran Rey, y están como empapados de las lágrimas que derramó, al tener que renunciar, por razón de Estado, al amor juvenil que le llenaba el pecho. No hay nada más contemporáneo que el teatro de Racine, en este sentido. Hasta, en la última época, su tragedia bíblica Ester alude claramente a la caída de la Montespan y el entronizamiento de la Maintenon.

Y estos elementos de modernismo son, a la vez, y por razón bien comprensible, elementos de verdad. Todo en Racine tiende a la verdad, y así como se ha visto en él a un romántico, otros vieron hasta un naturalista, de la escuela del «documento humano». La verdad en él puede estar escondida bajo pelucas rizadas y faralaes, bajo la retórica y la fraseología de su tiempo, pero las formas encubiertas se adivinan, y se trasluce su hermosura. Yo no diría de Racine que es un romántico, según esta palabra se ha entendido allá hacia 1830; desde luego, no es un insurrecto; respeta los cánones de Boileau, y acata los preceptos a que ha de obedecer la tragedia; conocedor, -102- además, de su época, lo bastante cortesano para no cometer una salida de tono ni hacer hablar a sus personajes sino como hablaba la gente de calidad, adoba la superficie de sus creaciones de manera que no las rechace su siglo, puedan ser admitidas por el elegante público y no hagan fruncir el ceño ni al Rey ni a las duquesas. Pero ¿qué importa? Bajo el dorado cartón de la caja que lo encierra, está, latiendo, sangrante, el corazón humano. Y está estudiado en sus palpitaciones íntimas, en sus vuelcos violentos, en el oleaje tempestuoso de su ritmo pasional. Ningún autor dramático de la Edad Moderna ha ganado en esto a Racine.


Desde luego hay entre Racine y Corneille una diferencia profundísima, y es el concepto del amor. Para Corneille, el amor es una debilidad que no puede dar cuerpo a la tragedia heroica, y las almas grandes no la consienten sino cuando es compatible con otras nobles impresiones. Y Racine, al contrario, hace del amor el resorte de la mayor parte de sus tragedias, y tiene el acierto de no encerrarse en una misma expresión amorosa, en una misma forma de sentimiento, sino que, en cada caso, un hábil estudio revela las diferencias y los matices de esta gran realidad, enlazada y dependiente del instinto eterno y profundo.

Y, por lo mismo, los personajes de Racine, si se les despoja de su ropaje convencional, de turcos, griegos o romanos, pueden ser de ahora, de siempre, lo mismo que sucede a no pocos de Shakespeare. Sin embargo, es fuerza añadir que, (sin incurrir en mayores inexactitudes y anacronismos -103- de los cometidos a su hora por los románticos), el fino gusto de Racine le infundió el sentido del color local y del ambiente de sus obras. Porque Bayaceto diga Madame a Roxana y Andrómaca Seigneur a Pirro, no deja de estar sugerida a cada momento la diferencia entre aquellas épocas y las actuales. En medio de su modernismo, Racine, sabe situar a sus personajes y adaptar sus sentimientos. El asunto de Bayaceto -tomado de un hecho histórico reciente- sólo puede desarrollarse en Turquía, y no en Grecia o Roma.


Hay tres o cuatro tragedias de Racine en que juega la pasión que fatalmente nace del amor mismo, los celos; y nótese cuán distintos son los celos de Roxana, los de Fedra, los de Hermione y los de Nerón. Llevan el sello peculiar de un momento de la fábula o de la Historia.

En mi concepto, la obra maestra de Racine es Fedra y la sigue Bayaceto. En tercer lugar, yo colocaría a Ifigenia, con singular figura verdaderamente romántica, de aquella Princesa Erifila, en la cual Lemaître ve a una precursora de los Antony y los Didier.


Se habla mucho de la ternura de Racine; pero Fedra no es muy tierna, y Roxana tampoco, ni miaja. El Eurípides francés, con acierto, no imitó en Fedra a su modelo, si modelo se le puede llamar; y si no lo fue principalmente Séneca. Al contrario: mientras el trágico griego concentró el interés en la figura de Hipólito, Racine lo cifró en la de Fedra. Las figuras de mujer tratadas por Racine son líricas, apasionadas, y, en este respecto, pertenecen de lleno al individualismo: Shakespeare hubiese pintado de un modo más crudo y material, pero no más intenso, a Roxana y en cuanto a Fedra, no veo en Shakespeare, a pesar de Lady Macbeth, un tipo de mujer que así extreme la pasión, hasta el crimen. En efecto es Fedra una criminal, incestuosa y por todos estilos culpable; pero lo es a pesar suyo, por la fuerza de la fatalidad; de esa fatalidad que pesa sobre los héroes de tantas tragedias griegas, y los entrega a las furias, bajo la implacable mano del destino. Fedra lleva su pasión reprobada en la masa de la sangre, como ahora diríamos, y la ley de herencia (entonces tampoco se decía así), se cumple en ella de todo punto. Hija de Pasifae, víctima de la cólera de Venus, la Diosa terrible, no sonriente ni juguetona, sino agarrada a su presa, como un vampiro, ha suprimido la voluntad -¡la voluntad, que es el numen de Corneille!- y se ha complacido en derramar por las venas abrasadas de la infeliz el filtro contra el cual no hay defensa. Y Fedra, que no tiene un alma vil, al contrario, se avergüenza de existir, de ver la luz del sol; y es imposible expresar mejor de lo que ella lo hace las fases de esta enfermedad, los síntomas de su calentura. En esto radica el interés de la tragedia, y la explicación de que Fedra nos interese infinitamente más que el virtuoso Hipólito. La antigüedad dejó expresado todo el elemento trágico del amor fatal; el romanticismo y el neorromanticismo, a su hora, supieron apoderarse de él; a un tiempo casi Byron y Chateaubriand se acusaron de sombrías pasiones; pero se han quedado bien lejos de la emoción, del misterio cruel encerrado en el alma de Fedra, a la cual hoy llamaríamos la más «inquietante» de las mujeres.

Para desarrollar semejante tema en el siglo de Luis XIV, ante Luis XIV, por un poeta cortesano, se necesitaba todo el delicado instinto de Racine. Y nunca lo ejercitó con mayor acierto; y asombra, en la tragedia, cómo el ardor y la violencia de la pasión, hablando su propio lenguaje, sin falsificar nada, se mantienen en el tono de la dignidad, sin una crudeza, sin un vulgarismo. No debió de bastar, sin embargo, porque Fedra, en virtud de una de esas conjuras hábilmente combinadas, se fue al foso, entre silbidos, mientras se aplaudía a rabiar otra Fedra, obra de Pradon. El desengaño sufrido por Racine le hizo renunciar a escribir para el teatro, propósito en que persistió hasta que, por voluntad del Rey y de la marquesa de Maintenon, produjo Ester y Atalia. Se cuenta que Racine murió de disgusto cuando perdió el favor del Rey, pero no parece verosímil, aunque tal suceso le fuese bien doloroso. Racine tuvo infinitos enemigos, y contra él estuvieron aristócratas y literatos. Es jugar con fuego aguzar el ingenio y la sátira en una corte, y no es menos peligroso tomar por asunto de teatro, aun velándolas con nombres antiguos, ennobleciéndolas con depurado sentimiento, las flaquezas del Rey.


La conjura, la injuria rimada, la calumnia, se ejercitaron contra Racine. Lo que suele calumniarse más en los escritores, es el carácter, aunque este dato, realmente, no influya en el mérito de la obra. La calumnia del carácter, forma de la envidia, es la que concita más odios. Y, en literatura como en lo demás, no hay enemigo pequeño. Racine los tuvo pequeños y grandes: una variada colección. Los enemigos son peores que en todo, en el teatro, porque en el teatro se juzga por impresiones del momento, y es más fácil extraviar la opinión. Las tragedias y las comedias de Racine, que ocupan tal lugar en la jerarquía del arte, nunca obtuvieron éxitos francos: siempre estuvo detrás, para echarlas a pique, la conspiración o sorda o declarada.

Sería difícil que entonces se le reconociesen a Racine varios méritos que hoy, con la fácil penetración del juicio a posteriori, le atribuimos. Y, en mi concepto, los más grandes son dos: uno, haber redimido a la escena francesa de la imitación española y haber bebido en las fuentes puras del teatro griego; otro, haberse empapado enteramente en los recónditos manantiales del sentimiento humano.


Cuando venga el drama romántico a proscribir la tragedia -indistintamente, sin tomar en cuenta su diversidad: la de Racine y la de Corneille, la de Voltaire y la de Quinault-, traerá a la escena personajes inverosímiles y pasiones de relumbrón, y la esencia del sentimiento, archivada en la obra, tan lírica y tan real al mismo tiempo, de Racine.

Lemaître hace observar que a las mujeres de Racine se las ama, se las compadece, y que el autor las estudió tan bien porque igualmente las amaba, y estaba en su elemento al sumergirse en los remolinos pasionales, pues, como dijo madame de Sévigné, gustaba de las lágrimas, y como dijo su hijo, Luis Racine, era todo corazón. Cito un párrafo de Lemaître: «Al ponerse en escena el amor-pasión, Racine inaugura una literatura entera. Lejos estamos del amor galante, del amor caballeresco y platónico. Antes de Racine, por ninguna parte aparece el amor-furor, el amor-pasión, el amor-enfermedad, que impulsa fatalmente a sus víctimas al homicidio y al suicidio». Y luego añade: «Podemos cansarnos de todo, hasta de lo pintoresco, que con el tiempo cambia; pero el fondo del teatro de Racine es eterno, o, por mejor decir, contemporáneo del genio de nuestra raza, en todo su desarrollo. En estas tragedias se queja un alma que es a la vez la nuestra y la de nuestros antepasados, lejanos o próximos». Poco antes, el mismo avisado crítico a quien estoy citando, al comparar a Racine con Corneille, decía que este último era un hombre del Norte, un bárbaro, y Racine lo más francés, francés de Francia.


Algo absoluta y combatible es la afirmación de que Racine inaugurase la literatura de los especiales sentimientos, cuyo prototipo es Fedra. Pero en el teatro francés no cabe duda que la inauguró. En España teníamos algunos ejemplares de ella, y baste citar El castigo sin venganza, de Lope, aunque la Fedra española no está tan ahincada ni tan vigorosamente estudiada como la de Racine.

Podemos preguntar si Racine se atuvo a aquella preferencia concedida a la razón y al buen sentido, en que seguía, las huellas del legislador Boileau. Es cierto que Racine la sujetó a la Naturaleza y a la verdad, tan desdeñadas por Corneille, que había escrito que el asunto de una tragedia hermosa no debe ser verosímil. Aun cuando los personajes de Racine sean singulares por su alta posición social -reyes, reinas, princesas, emperadores, conquistadores, héroes-, se mueven y alientan en lo humano, por lo general y habitual de sus sentires; y a este elemento de realidad corresponde la sencillez de la fábula, sin complejidades ni rebuscamientos, y hasta sin aventuras romancescas. Fontenelle, queriendo censurar a Racine, dijo que sus caracteres no son verdaderos sino porque son comunes; y observa Brunetière, con razón, que tal censura es un completo elogio.


El teatro de Molière, que se funda en la representación de tipos que encarnan una manía, un vicio, una ridiculez social -el avaro, el misántropo, el vanidoso, el hipócrita-, se diferencia tan profundamente del de Racine, no sólo en que es menos noble, y hasta diré, la mayor parte de las veces poco noble, sino en que estas encarnaciones de manías y vicios hacen de los personajes más bien alegorías y símbolos, y someten la contradictoria y movible naturaleza humana a la estrechez de un molde, del cual no puede salir. En Racine hay una pintura exacta y honda de psicología; pero sus caracteres son tan reales porque hay en ellos lo que pudiéramos llamar la inconsecuencia de nuestra alma y esa obscuridad, ese misterio que no explica la razón ni depende del buen sentido ni de la verosimilitud, que va más allá de todo cuanto Boileau dejó estatuido y Racine dio, en teoría, por aceptado.

Tal fue el motivo de que pareciesen demasiado verdaderas las pinturas de Racine y escandalizasen; de que se le acusase de haber hecho amable a Fedra, como de un delito. El descanso a los círculos infernales del alma, que realizó este gran trágico, y en el cual le había precedido el poeta florentino, haciendo que a fuerza de piedad y emoción ante otra culpable lírica, Francesca, caiga el poeta como cuerpo muerto, se le imputó como inmoralidad y abuso. Nada más distinto, al parecer, que el rudo gibelino Dante y el atildado cortesano Racine; pero sus heroínas líricas proceden de la misma obscura selva, y la hermosura, en vano negada, inútilmente combatida en nombre de la moral y también de la razón, de los furores de Roxana y Fedra, y de las melancolías de Berenice, del gradual extravío de Nerón, coloca a Racine a la cabeza de los poetas dramáticos de su patria.


Y tal es el influjo del ambiente, tal la fuerza de la sociedad, que en tiempo de Racine era el poder más respetado, que el autor de Fedra murió convencido de que debía hacer hasta penitencia por sus magníficas creaciones, declarando que lo único que le importaba de sus tragedias era la cuenta que de ellas tendría que dar un día. A poco más hubiera exclamado lo que me dijo un día el gran dramaturgo Tamayo: «¡El arte, el arte, es el demonio!».


Emilia Pardo Bazán
El lirismo en la poesía francesa Edición digital: Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2002

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