sábado, 19 de diciembre de 2009

Poema de Mío Cid




El «Cantar del Cid».

El Cid héroe literario y épico


Rodrigo Díaz de Vivar, personaje rigurosamente histórico y sobre cuya vida y hechos existe una amplia y detallada documentación, fue tan famoso ya en vida por sus hazañas que, muy poco antes de morir, a fines del año 1098, un monje del monasterio de econ, para conmemorar la boda de su hija María Rodríguez con el conde Ramón Berenguer III de Barcelona, compuso una muy culta poesía en versos sáficos latinos, el Carmen Campidictoris, en que el anónimo poeta empieza afirmando que muchos son los que han cantado a Paris, a Pirro y Eneas, pero que el se propone cantar a Rodrigo, héroe moderno. Las proezas de este guerrero castellano, que apenas hacía diez años que había muerto, eran narradas en un relato en prosa latina, la Gesta o Historia Roderici, escrita en alguna zona del oriente de la península Ibérica por un hombre culto navarro, aragonés o catalán. Ya desde finales de su existencia, pues, Rodrigo Díaz de Vivar, llamado el Cid (en árabe «el señor»), era considerado un héroe que las personas cultivadas no dudaban en parangonar con Eneas.


En el año 1099, cuando Rodrigo Díaz de Vivar moría en Valencia, ya existía el texto que hoy conocemos del Cantar de Roldán, firmado por Turoldus, y hacía por lo menos treinta años, como atestigua la Nota Emilianense, que la leyenda de Roncesvalles era conocida en España. El Cid, héroe épico, sin duda alguna oyó de boca dejuglares cantares de gesta muy parecidos a aquellos que luego narraron sus propias hazañas, y hablaba el romance castellano en un punto de evolución muy próximo al del Cantar del Cid que nos es dado leer.


Hay, pues, en esta obra literaria que modernamente se intitula Cantar del Cid o Cantar de Mio Cid (hay que rechazar la denominación Poema de Mío Cid, pues «poema» sonaba, entonces, a obra escrita en latín) algo singular en la epopeya tradicional y rarisimo en la románica: la gran proximidad entre la existencia del héroe y la aparición de su gesta: Rodrigo Díaz de Vivar es el más moderno de los héroes épicos de las literaturas neolatinas, si exceptuamos a Godofredo de Bouillon, celebrado en los cantares de Antioquia y de Jerusalén por sus reales empresas y transfigurado legendariamente en la del Caballero del Cisne. El Cantar del Cid nos transmite frases, expresiones y parlamentos de Rodrigo Díaz en el mismo idioma que hablaba el héroe; y recordemos que Roldán en el cantar a él dedicado se expresa en anglonormando de fines del siglo XI, totalmente distinto del dialecto germánico con que se expresaba el héroe, que vivió en el VIII.

De ahí el especialísimo carácter inmediato y real del Cantar del Cid, en el que un momento de la historia española de fines del siglo xl se transfigura en poesía épica, sin que cedan en sus principios fundamentales ni la historia ni la poesía, que se combinan y armonízan de un modo singular y originalísimo. Es el Cantar del Cid una gesta aberrante y especial en el conjunto de la epopeya románica, pues los acontecimientos que constituyen su trama narrativa y los personajes que en ella aparecen no tan sólo son próximos e inmediatos, sino que acaecieron y vivieron en este mundo cuando ya existía y se divulgaba una epopeya similar a la que generaron. Si existe algún ejemplo claro y terminante de que la poesía heroica nace al calor de los hechos, éste es el Cantar del Cid, cuyos versos pudieron ser escuchados por ancianos que en su mocedad conocieron al héroe en persona.


Versiones y refundiciones de la gesta

El Cantar del Cid se fue transmitiendo en diversas versiones y refundiciones, como es usual en la epopeya tradicional. Una de estas refundiciones se conserva en un manuscrito juglaresco del siglo XIV, que transcribe una copia que el año 1207 verificó un amanuense llamado Per Abbat, que en modo alguno ha de ser considerado autor del cantar ni de ninguna de sus versiones. Las crónicas generales castellanas de derivación alfonsí prosifican diversos estados que revistió el cantar en la tradición juglaresca. Una de éstas, la llamada Crónica de veinte reyes, se basa, en su prosificación, en un texto muy similar al que da el citado manuscrito a partir del verso 1094. Versiones más tardías del Cantar del Cid aparecen en otras crónicas, pues el contenido de nuestra epopeya siempre fue considerado un testimonio histórico digno de crédito.


Todo ello revela la gran vitalidad del Cantar del Cid, que, por lo menos hasta el siglo XIV, perduró en arreglos y refundiciones en verso, recitado y leído en público por juglares y aprovechado, prosificándolo, por redactores de obras históricas. Y todo ello plantea una serie de difíciles problemas, en parte todavía por esclarecer.


El primero de ellos consiste en determinar hasta qué punto el manuscrito versificado del siglo XIV es fiel a sus originales, o si, como ocurre tan a menudo, añade y reforma elementos de textos anteriores. Todo induce a suponer que la copia de Per Abbat ya es una refundición. Es evidente que conserva formas lingüísticas ya entonces arcaicas, pero desde el momento que era destinado al recitado o a la lectura juglaresca ante un auditorio sería muy raro que la manía refundidora y modemizadora de los copistas se hubiera detenido: resultaría sorprendente que un texto épico del siglo XII fuera reproducido escrupulosamente en el XIV.

Fechar una obra literaria que vive en refundiciones y en estado variable y movedizo es tarea difícil y arriesgada, y nos tenemos que contentar con unos resultados muy vagos y siempre rectiftcables. Durante mucho tiempo se supuso que el texto copiado por Per Abbat corresponde a una primitiva versión debida a un juglar oriundo de Medinaceli que actuaba hacia el año 1140, aunque no fuera ésta la más antigua versión de la gesta, que podría tener como antecedente la labor de un juglar natural de San Esteban de Gormaz, unos treinta años anterior. Con todo género de salvedades, se podría tener en cuenta la hipótesis que supone que en 1130, o dos o tres años antes, ya existió un primitivo Cantar del Cid, que podría haber recogido cantos noticieros sobre las hazañas que realizó el guerrero castellano en los últimos episodios de su tan movida y batallosa existencia. Este primitivo cantar es posible que fuera objeto de una refundición entre los años 1140 y 1150; y de otra, tal vez más intensa, hacia 1160, que puede ser la copiada por el amanuense Per Abbat en 1207 y que transcribió el manuscrito del siglo XIV. Toda conjetura sobre la intensidad o carácter de estas diversas refundiciones lleva a un terreno discutible, peligroso y arriesgado. Lo cierto es que tenemos que contentamos con un texto de principios del siglo XIII, producto de versiones anteriores que no podemos imaginar con certeza, y que hoy leemos una refundición de algo más antiguo que nos ofrece uno de los mayores aciertos de la epopeya medieval, comparable al Cantar de Roldán, y en la que el arte juglaresco ha alcanzado una fina y sutil madurez sin perder el primitivismo, la naturalidad y el estilo inmediato e improvisado que debió de revestir la gesta en sus viejas y desconocidas formas anteriores.


Acción del cantar

La mayor parte de la guerrera biografía de Rodrigo Díaz de Vivar está ausente del Cantar del Cid, que la da como sabida y muy conocida, así como su juvenil intervención en la batalla de Graus; su gallarda mocedad como alférez de Castilla; su victoria sobre Jimeno Garcés, que le valió el dictado de Campidoctor, o «campeador»; su campaña contra Zaragoza; sus batallas en pro de Sancho de Castilla contra Alfonso de León en Llantada y Golpejera; su participación en el cerco de Zamora, y su tan destacada intervención en la jura de Santa Gadea, episodios que no aparecen en nuestro cantar porque, sin duda alguna, ya existían otras gestas, como cierto Cantar del cerco de Zamora, en las que el Cid desempeñaba un papel decisivo. Pero no tan sólo se supone que ello ya se conoce, sino que el Cantar del Cid ni siquiera alude a estos hechos –luego tan repetidos en el Romancero-, con lo que la nuestra se aparta de lo que es tan corriente en las gestas, tan dadas a enumerar otras victorias y otras hazañas del protagonista.


El Cantar del Cid ha tomado una parte de la biografía de este personaje correspondiente al final de su vida, o sea acontecimientos ocurridos entre 1081 y 1094, y los ha convertido en gesta. El Cid no entra en escena en momentos de triunfo y de victoria, sino cuando sobre él han caído la desgracia y la miseria: en el destierro injusto impuesto por el rey don Alfonso, aquel contra el cual el mismo Cid había luchado años atrás y al que ahora se proponía servir lealmente. El dramatismo del principio del Cantar del Cid lo advierte en toda su intensidad el que sabe, como el auditorio castellano de antaño, que el desterrado Rodrigo Díaz de Vivar cuenta con un historial lleno de hazañas y de victorias, y que años atrás venció a aquel mismo rey Alfonso que ahora lo expulsa de los límites de sus reinos. El Cid, con un puñado de fieles, tiene que «ganarse el pan» luchando contra moros y contra cristianos; pero, como es un héroe épico, su desdicha se trueca en triunfo y su miseria en poderío, lo que culmina con la conquista de Valencia, que pone a castellanos, por vez primera, frente al Mediterráneo. En plena gloria militar, y ya apaciguadas las relaciones con su rey, la desgracia cae de nuevo sobre el Cid en lo más íntimo y más amado: la deshonra de sus hijas por parte de los infantes de Carrión. El cantar ha matizado antes, con acierto, la ternura familiar del Cid, su amor a su mujer y a sus hijas –nota algo discordante en la epopeya románica primitiva-, a fin de que se pueda medir mejor la nueva desgracia del guerrero, herido en lo que más vale, el honor, y en lo que más quiere, sus hijas. Al final, su actitud en las cortes de Toledo y la victoria en combate singular que Dios otorga a su causa, porque es justa, dan el necesario y cumplido final feliz al cantar, que acaba resaltando de modo intencionado que las hijas del Cid, antes denostadas por los infantes castellanos, ahora son «señoras de Navarra y de Aragón», y hoy, cuando el juglar recita, «los reyes d’España vos parientes son».

El Cantar del Cid narra las campañas de Rodrigo Díaz de Vivar más allá de las fronteras de Castilla, hacia el este de la península, y su mayor empeño se manifiesta en la conquista de Valencia, que queda como corte del guerrero. Parte de la trama se centra alrededor de las bodas de las dos hijas, menospreciadas y envilecidas primero por los infantes castellanos, honradas y encumbradas después cuando son pedidas «por seer reinas de Navarra e de Aragón». Y adviértase que estas segundas bodas a quien honran es al Cid, pues un juglar medieval no podía ni imaginar que reyes fueran honrados al emparentar con un caballero que no lo fuera, aunque se trate de un héroe.


Todo el cantar se inclina hacia el este de España, cosa nada de extrañar si intervino en su composición un juglar de Medinaceli, punto disputado por Castilla y por Aragón, y al que otorgó fuero el rey aragonés Alfonso el Batallador. Y ello nada tiene de particular si recordamos que dos obras literarias latinas en honor del Cid, antes citadas, como son el Carmen Campidoctoris y las Gesta Roderici, se escribieron en Cataluña, la primera, y en Navarra, Aragón o Cataluña, la segunda. Existía, pues, en esta zona un viejo culto erudito de la figura del Cid, que forzosamente supone un culto popular.

Historicidad del cantar


Sobre la «historicidad» del Cantar del Cid se mantienen opiniones contradictorias, y se han querido oponer los conceptos de «poema épico» y «crónica rimada». Al enfocar este problema hay que tener muy en cuenta que losjuglares que divulgaban el Cantar del Cid no disponían de la libertad de que disfrutaban los que divulgaban el Cantar de Roldán. Éstos, los que difundían la versión que hoy conocemos, firmada por Turoldus, trabajaban en el norte de Francia o en la Inglaterra normanda a fines del siglo XI, o sea distanciados unos ochocientos quilómetros y unos trescientos años del lugar y de la fecha de la batalla de Roncesvalles. La lejanía y la antigüedad les permitían describir una España fantástica, con una geografía en gran parte irreal y ficticia, y unos acontecimientos muchas veces totalmente opuestos a la verdad histórica. Este alejamiento en el espacio y en el tiempo hizo posible que el Cantar de Roldán se difundiera profusamente, sin que el auditorio se escandalizara ante sus dislates; y si se escandalizó el Silense, fue porque era español y sabia historia. El Cantar del Cid, que se escuchaba en el siglo inmediato al que vivió el guerrero, tal vez unos treinta o cuarenta años después de su muerte, y que hace transcurrir la acción por las mismas tierras por donde lo divulgaban los juglares, no podía inventar ni la historia ni la geografía si pretendía ser escuchado con un mínimo de atención y de seriedad. Ya sabemos que los sarracenos del Cantar de Roldán, llamados con frecuencia e impropiamente «paganos», no creen en Dios, adoran una trinidad de raros ídolos, y llevan nombres pintorescos, grotescos o diabólicos, como Esperverís, Escremiz, Malcud, Malduit, Falsarón, Torleu, etc., ya que ni los juglares que cantaban la gesta francesa ni el público que la escuchaba tenían ni la más vaga idea de la sociedad musulmana y jamás habían visto un moro de carne y hueso. Los moros que figuran en el Cantar del Cid. unos enemigos de los cristianos, otros «moros amigos», son tal cual eran los que todo español de los siglos XI y XII estaba acostumbrado a ver e incluso a tratar, y se llaman Yúçef, Fáriz, Galve, Abengalbón, como cualquier moro de veras. La mayoría de los numerosos personajes, tanto cristianos como moros, que aparecen en el Cantar del Cid, algunas veces reducidos a meros comparsas, no tan sólo son rigurosamente históricos, sino que actuaron y se desenvolvieron tal como narran los versos. No se interfieren en la acción seres fabulosos ni personas que vivieron en otras épocas, como ocurre en el Roldán al hacer intervenir en Roncesvalles a Ogíer de Dinamarca, que murió años antes de darse la batalla, o a Ricardo de Normandía y a Godofredo de Anjou, que vivieron uno y dos siglos más tarde. Tengamos bien en cuenta que estas incongruencias históricas no dañan al Cantar de Roldán porque éste vive a mucha distancia de lo que narra y no chocarán a nadie, pero serian inexplicables e intolerables en el Cantar del Cid.

Pero el Cantar del Cid no es una crónica rimada, como lo son, por ejemplo, las canciones provenzales sobre la cruzada de los albigenses y sobre las guerras civiles de Navarra. El inteligente refundidor que ha estructurado el Cantar del Cid que hoy leemos ha escogido un momento de la biografia de Rodrigo Díaz de Vivar que no podía ni deformar demasiado ni fantasear exageradamente para convertirlo en una gesta; y ha actuado como «poeta», si es lícito dar este nombre al que interviene en la creación de una epopeya tradicional, y no como «historiador», pues busca suscitar emociones en el público e informarlo «popularmente» de cosas que los doctos podían leer en libros escritos en latín. La epopeya es la historia popular, y por esto el Cantar del Cid dramatiza la acción contrastando la miseria del destierro con la opulencia de la conquista de Valencia, la gloria de un Cid victorioso con la amargura de un noble padre afrentado en la deshonra de sus hijas.


Lo épico en el cantar

Una especie de intencionalidad artística y ordenadora obliga al Cantar del Cid a amoldar la realidad histórica a una eficacia artística y expresiva; y así reduce a uno los dos destierros del protagonista, y a uno también los dos apresamientos del conde de Barcelona; e inventa el episodio de los judíos y las arcas de arena, procedente de un cuento tradicional ya recogido en la Disciplina econtadot de Pedro Alfonso, así como el episodio del león escapado de la jaula –tan útil para poner de relieve la cobardía de los infantes de Carrión-, y muy posiblemente el de la afrenta del robledo de Corpes. Que en el Cantar del Cid se intercalen episodios o lances de pura invención o tomados de elementos folklóricos en modo alguno mengua el mérito literario de la gesta, que se abstiene cuidadosamente de aceptar todo lo que pueda rozar lo maravilloso o inverosímil, y esto último separa el cantar castellano de la mayoría de los franceses, ya que incluso en el de Roldán hay notas de tipo sobrenatural (como es el sol parado para que Carlomagno pueda derrotar a los sarracenos antes de que anochezca). Los elementos no históricos que se encuentran en el Cantar del Cid no dañan la verdad histórica que resplandece en todo él, ni están en contradicción con la realidad ni el ambiente social, pero contribuyen a darle el peculiar estilo de epopeya.


Lo épico, en el Cantar del Cid, no hay que buscarlo sólo en las descripciones de batallas y combates, que son varias, con acusado realismo y acertada relación de los movimientos del lidiar caballeresco, sino también en lo íntimo, familiar, cotidiano, y que a veces puede perderse en la insignificancia, como la despedida del guerrero de su mujer y sus hijas, su mirada a la catedral de Burgos, los diálogos con sus compañeros de armas, el detalle fugaz y normalisimo que ha sido inventado para transmitir una emoción al auditorio, y que no tendría lugar ni sentido en un libro que tuviera exclusivamente un propósito de información histórica; y cuando detalles de este tipo aparecen en auténticos historiadores, como Muntaner o Froissard, el historiador ha dejado paso al artista.


La unidad del cantar

Mucho se ha discutido también el problema de la unidad del Cantar del Cid, pues ha habido y hay quienes la niegan y quienes la defienden. En este punto es preciso no dejarse desorientar por nuestros conceptos de estructura de la obra literaria escrita para ser leída, que supone un autor que puede corregirse y revisarse y un lector que puede releer, volver atrás y saltarse lo que le aburra. El Cantar del Cid, como toda gesta tradicional, ha de mantener siempre tensa la atención de un auditorio y ha de suscitar el interés de aquel que se incorpora al corro de los oyentes en pleno recitado. En el cantar de gesta genuino no hay suspenso: el auditor que ha llegado tarde ya sabe, como los demás, quién es el Cid, que estaba enemistado con el rey de Castilla, que éste lo desterró, que el guerrero conquistó Valencia y que recobró la gracia de su señor. Lo que el auditor, sin duda, ignora son los elementos imaginados, como la afrenta de Corpes, episodio que al incrustarse en un relato de cosas sabidas y conocidas suscita la curiosidad y la intriga. La auténtica unidad narrativa del Cantar del Cid no se ve disminuida, sino acrecentada por los dos hilos de la gran trama que unen los versos: el de la trama fiel a la historia y el de la trama fiel a la fantasía. El primer hilo de la trama lo constituye el problema del Cid ante el rey: destierro, victorias del desterrado, ricos presentes al monarca y reconciliación con éste. El segundo lo constituye el drama de sus hijas: las bodas con los infantes, la afrenta de Corpes y el castigo de los bellacos. Ambos hilos se enlazan hábilmente, pues del primero deriva el segundo (el rey Alfonso, para reforzar su afecto al Cid, propone las bodas con los infantes de Carrión), y el conjunto no tan sólo no queda dañado, sino sabiamente equilibrado.


De todo esto nos podemos dar cuenta leyendo el Cantar del Cid, que no tuvo por finalidad ser leído, sino ser escuchado, y precisamente en tres sesiones, denominadas «cantares». El verso 2276 dice: «Las coplas deste cantar aquí’s van acabando»; y, efectivamente, termina el segundo, el de las bodas, y en seguida empieza el tercer cantar, el de Corpes.

Es vano intentar dilucidar si determinados episodios del cantar forman parte de la acción principal o son meras incidencias, pues en una obra recitada toda incidencia se agranda y se impone en el momento de su difusión y puede adquirir econtado de tema esencial. La variedad, que en modo alguno daña la unidad, es necesaria en toda gesta; y así vemos que en el Cantar del Cid el paisaje y las incidencias dan a la epopeya aspectos muy diversos: la desolación del destierro, el empuje de los combates, el dramatismo de la afrenta de Corpes, el aparato jurídico de las cortes de Toledo, cte., que ofrecen eficaces contrastes.




La épica medieval
José María Valverde Pacheco y Martín de Riquer

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